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«La clave para tener conversaciones significativas tiene
que ver con escuchar mucho y hablar poco».
Vivimos tiempos de ruido y de mucha información que cambiaron
la forma de comunicamos y relacionarnos. Por redes sociales y plataformas de
mensajería, esas que en sus albores prometieron convertirse en algo así como el
ágora griega y no cumplieron su cometido, pululan opiniones, mensajes,
comentarios, noticias falsas (fake new), críticas, ataques, calumnias,
tergiversaciones y todo lo imaginable. Parece que la consigna fuera opinar y
opinar sin importa si se conoce del tema o si se hace daño, pues lo que
importa es la recompensa final expresada en métricas de seguidores,
impresiones, comentarios, menciones, compartidos y me gusta, escenario donde se
dificulta ordenar pensamientos e ideas y en el que muchos están dispuestos a
darse codazos para ser visibles, aunque sea por unos segundos.
Lo sorprendente es que estos modelos se trasladaran al
ámbito de las relaciones presenciales donde habladores compulsivos se creen con
el derecho a opinar de todo en primera persona en medio de una cacofonía
insoportable. Estos personajes por lo general tienen anécdotas que contar, aunque
ya las hayan dicho, conocen de múltiples temas y guardan una explicación para todo.
Ellos alargan y descarrilan las reuniones porque se sienten obligados a
decir algo, de lo contrario creen que no aportan o que no están a la altura, de
esta forma se hacen notar, llaman la atención y calman la necesidad de reconocimiento.
Este comportamiento erosiona el diálogo porque interrumpen
sistemáticamente las conversaciones para tomar la palabra y hablar sin escuchar,
pues se consideran poseedores de la razón y les molesta no ser tenidos en
cuenta.
De ahí las enormes diferencias que hay entre hablar,
que es «emitir palabras», y dialogar, que se refiere a la «acción de conversar
entre personas que alternativamente manifiestan sus ideas o afectos». También entre
oír y escuchar: Lo primero es «percibir con el oído sonidos» y lo
segundo es «prestar atención a lo que se oye», acepciones que plantean un abismo
entre los dos vocablos.
Cuando se comprende que es más inteligente escuchar que
hablar y que si se tiene algo que decir es mejor hacerlo de forma concisa luego
de escuchar a los otros, se entiende que la clave para tener conversaciones
significativas tiene que ver con escuchar mucho y hablar poco. Decir lo
necesario es una medida generosa con los demás y terapéutica con uno mismo.
Aprender a callar nos ayuda a crecer. Hablar solo lo debido reduce las posibilidades
de equivocarnos y también de expresar necedades y estupideces. Las personas con
mayor crédito e inteligencia emocional se mantienen al margen de las polémicas
insulsas y de la lucha por llamar la atención y sentar puntos de vista.
Dos de las leyes del libro Las 48 leyes del Poder
[1998] de Robert Greene [1959] aplican a este artículo. Una es la N° 4: «Di
siempre menos de lo necesario», y que el autor justifica así: «Ten en cuenta
que cuanto más digas, más vulnerable serás y menor control de la situación
tendrás […] Las personas poderosas impresionan e intimidan por su parquedad.
Cuanto más hables, mayor será el riesgo de decir alguna tontería». La otra es la
N° 16: «Utiliza la ausencia para incrementar el respeto y el honor», que se
anticipa por varios años a la locura creada por las redes sociales, y dice:
«Demasiada oferta reduce el precio: cuanto más te vean y oigan, tanto menos
necesario te considerarán los demás (…) Un alejamiento temporal hará que hablen
más de ti, e incluso que te admiren (…) Recuerda que la escasez crea valor[1]”.
De otra parte, en Cállate. El poder de mantener la boca cerrada en un mundo de ruido incesante, libro de Dan Lyons [1960], se enuncian cinco caminos, y el último es «Aprende a escuchar: Esta es una forma muy productiva de callar, pero requiere un esfuerzo activo. Implica poner los cinco sentidos en lo que el otro está diciendo, sin juicios ni parloteos mentales. Nada hace más feliz a la gente que sentir que la escuchan y la ven de verdad[2]».
De ahí que la diferencia entre hablar y escuchar sea mucho
más que dos letras, porque en un mundo dominado por el ruido y la impertinencia
es más interesante la persona que calla que la que parlotea, el silencio
tiene un halo que cautiva y la cháchara algo que molesta. Bien lo dijo Aristóteles:
«El sabio no dice nunca todo lo que piensa, pero siempre piensa todo lo que
dice».
Armando Rodríguez
Jaramillo.
Correo: arjquindio@gmail.com / X: @ArmandoQuindio /
Blog: www.quindiopolis.co
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