Semana Santa, Enrique Rambal y yo

  

«Creo que las semanas santas de ahora son sinónimos de vacaciones, al punto que algunas celebraciones eclesiásticas se promocionan como turismo religioso donde prima el consumismo por encima de la fe y la reflexión».


Recuerdo que, de niño, en los años sesenta del siglo pasado, la Semana Santa tenía un misterioso halo reverencial con rituales que para los católicos eran de estricto cumplimiento, pues la rigidez de las tradiciones de entonces así lo imponían.

Se iniciaba con el Domingo de Ramos conmemorando la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén. En mi memoria está cuando mi abuela llevaba a sus nietos al atrio de la antigua iglesia Catedral de la Inmaculada Concepción en Armenia a la procesión de Ramos. Allí nos compraba hojas de palmas de Cera, Ceroxylon quindiuense, cuya venta hoy se prohíbe por ser el Árbol Nacional de Colombia en vía de extinción. Las entusiastas procesiones las encabezaba el obispo y un séquito de sacerdotes que entonaban cánticos mientras nosotros, la feligresía, agitábamos los ramos de palmas que al final eran bendecidos.

Los días siguientes transcurrían con normalidad en espera del jueves y viernes santos. El primero correspondía al día de la última cena y el segundo se refería al viacrucis, crucifixión y muerte. Algunas veces asistíamos a la Catedral y otras al Perpetuo Socorro, capilla cercana a mi casa, al lado del Hogar de La Protección de la Joven donde hoy funciona la Corporación Universitaria Empresarial Alexander von Humboldt sobre la avenida Bolívar con calle segunda. A estos dos actos concurríamos vestidos para la ocasión. Yo iba con pantalón y saco de paño a lo bocadillo, camisa blanca y corbatín, cargaderas y zapatos negros. Las tres horas que duraba cada una de aquellas celebraciones religiosas me parecían eternas, y como por lo general no había puesto para todos, a los niños nos tocaba de pie mientras los adultos se sentaban. En aquel ambiente pesado y sofocante las ceremonias de la última cena con los apóstoles, el lavatorio de los pies, la entrega en el huerto de los Olivos, el viacrucis y la crucifixión eran lentas y pausadas, abundantes en ritos, oraciones, jaculatorias y cánticos, con excesivos simbolismos y hasta frases en latín que de niño poco me seducían y mucho me aburrían. Al terminar y salir al atrio, mientras los mayores conversaban, sentía un alivio vivificante por escapar de ese calor asfixiante y respirar aíre fresco, libre de incienso y de olores a cirios y velas.

Por esos mismos días visitábamos monumentos, actividad mucho más agradable que las largas celebraciones eucarísticas, tal vez porque se podían apreciar verdaderas obras de arte efímero, como se les llama a las actividades artísticas fugaces en el tiempo, representadas por destacados arreglos florales para conmemorar la muerte de Jesús hechos por manos creativas de religiosas anónimas.

Ya el Sábado Santo, al final del día, nos apostábamos sobre la ruta por donde pasaría la Procesión de la Soledad para acompañar a la virgen María en su dolor de madre por la muerte de su hijo. Para esta procesión, la de mayor tradición en Armenia, todos portábamos un cirio encendido al momento de pasar la dolorosa en andas, siempre impecable y hermosamente ataviada. La acompañaban la banda de músicos departamental, el obispo y una cohorte de sacerdotes y monjas, las autoridades civiles y militares, las entidades cívicas, el voluntariado de señoras dedicadas a obras sociales, congregaciones religiosas y colegios con sus bandas marciales. Esa procesión siempre me conmovió y emocionó. Por último, llegaba el domingo de Resurrección, día en el que las tristezas anteriores se transformaban en celebración por la ascensión de Jesús a la diestra de su Padre para testimoniar así el triunfo sobre la muerte.

Pero las tradiciones católicas iban más allá y condicionaban la vida familiar y social. Por ejemplo, el viernes Santo, debíamos ser mesurados, permanecer en silencio y evitar jugar, correr y reír. Recuerdo ver a los mayores entregados al recogimiento y a la oración en señal de duelo. También se evitaba comer carnes rojas los jueves y viernes como un acto de penitencia, y en su reemplazo se consumía pescado para honrar la muerte de Cristo, siendo esta una de las pocas ocasiones en las que había pescado en la mesa, pues era escaso y caro.   

Un recuerdo especial es que por esos días los teatros Bolívar, Yanuba, e Izcandé exhibían películas sobre hechos bíblicos relacionados con la Semana Mayor. Entre las cintas imperdibles estaba El mártir del Calvario protagonizada por el actor español Enrique Rambal García [1924 – 1971] que se publicitaba como «el drama más grandioso de la humanidad» y que se filmó en México en 1952 sin ninguna locación exterior. Ante la afluencia de público, las colas eran enormes y se sobrevendían boletas por lo que la gente terminaba sentada en las escaleras de acceso a las butacas. De esta película, que veíamos cada año en familia, siempre salí impresionado ante la crudeza y violencia que se mostraba contra Jesús. Quedaba tan conmovido, que cuando asistía a misa los domingos rechazaba mirar hacia el crucifijo en el altar y a las estaciones con la pasión de Cristo porque para mí representaban escenas de tortura y martirio y no un momento de alegría ni recogimiento espiritual, hechos que poco a poco influyeron para que me alejara de estos lugares.

Estas son algunas remembranzas de semanas santas pasadas. Y aunque ya no practico la religión católica ni profeso ninguna otra, creo que las semanas santas de ahora son sinónimos de vacaciones, al punto que algunas ceremonias eclesiásticas se promocionan como turismo religioso donde prima el consumismo por encima de la fe y la reflexión.  

Nota: Foto tomada del diario La Nueva Crónica del Quindío

Armando Rodríguez Jaramillo

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