«Todos deberíamos reservar parte de nuestro tiempo para alimentar el alma y el espíritu».
Por: Armando Rodríguez Jaramillo
El ritmo de
la vida moderna es frenético y el imperativo de productividad que impuso la sociedad
industrial y que refinó la sociedad digital nos puso a valorar lo que hacemos
en función de cuánto producimos y qué monetizamos, y también en relación del
tiempo que pasamos frente a las pantallas. Es sorprendente hasta qué punto hemos permitido que nuestro
espacio vital sea colonizado, pues parece que ya no somos dueños del tiempo
porque este ha sido programado por el trabajo, la sociedad y la virtualidad, siendo
cada vez más precarios los momentos que dedicamos a las cosas que nos gustan y nos
hacen felices como lo son los gratos momentos que disfrutamos en familia, los
encuentros casuales con amigos, los ratos para jugar y divertirnos, los
espacios para reflexionar y leer un libro y también la oportunidad de contemplar
amaneceres y atardeceres, o de extasiarnos ante la belleza de un paisaje. En
fin, todos deberíamos reservar parte de nuestro tiempo para alimentar el
alma y el espíritu, y así escapar del Homo economicus y del Homo
technologicus para ser simplemente Homo sapiens, pues en esta era de
la modernidad: ¿dónde queda la vida real?
Hace unos
días, mientras disfrutaba algunos poemas, afición que tengo desde niño cuando mi
madre me leía versos de Ismael Enrique Arciniegas, Amado Nervo, Guillermo
Valencia y Gustavo Adolfo Bécker, me encontré con Momentos o Instantes,
poema de variadas versiones y de incertidumbres sobre su autoría, pues para algunos
es del argentino Jorge Luís Borges (1899 – 1986) y para otros de la poetisa
norteamericana Nadine Stair, fallecida en 1988 a la edad de 86 años, de quien
existe muy poca información sobre su vida.
En medio de la confusión acerca de la versión original y de su verdadero autor, debo decir que la transcripción de Instantes que comparto a continuación es la que más me gusta y me llega al alma:
Si pudiera vivir nuevamente mi vida.
En la próxima trataría de cometer más errores.
No intentaría ser tan perfecto, me relajaría más.
Sería más tonto de lo que he sido, de hecho tomaría
muy pocas cosas con seriedad.
Sería menos higiénico. Correría más riesgos, haría más
viajes, contemplaría más atardeceres, subiría más montañas, nadaría más ríos.
Iría a más lugares adonde nunca he ido, comería más
helados y menos habas, tendría más problemas reales y menos imaginarios.
Yo fui una de esas personas que vivió sensata y
prolíficamente cada minuto de su vida; claro que tuve momentos de alegría.
Pero si pudiera volver atrás trataría de tener
solamente buenos momentos.
Por si no lo saben, de eso está hecha la vida, sólo de
momentos; no te pierdas el ahora.
Yo era uno de esos que nunca iban a ninguna parte sin
termómetro, una bolsa de agua caliente, un paraguas y un paracaídas.
Si pudiera volver a vivir, viajaría más liviano.
Si pudiera volver a vivir comenzaría a andar descalzo
a principios de la primavera y seguiría así hasta concluir el otoño.
Daría más vueltas en calesita, contemplaría más
amaneceres y jugaría con más niños, si tuviera otra vez la vida por delante.
Pero ya tengo 85 años y sé que me estoy muriendo.
Y aunque quisiera pensar en la autoría de Jorge Luís Borges, no me queda más que resignarme a saborear el misterio que recae sobre Instantes, pues esta incógnita resulta superior y más cautivadora que la propia certeza, en especial cuando el mundo no se acomoda a nuestros sueños.
Y para terminar
con estas elucubraciones, deseo traer a colación un texto adicional, mucho más
profano si se quiere, que hace poco me compartió un amigo de esos que llamo de segunda
generación, escrito que, si bien no tiene nada que ver con la impronta de
Borges, invita a una sencilla reflexión sobre el valor de las cosas cotidianas
y simples de la vida:
«Quizás una de las cosas que más necesitamos es aprender a distinguir lo
útil de lo valioso. Un sacacorchos es útil. Un abrazo es valioso. Una puerta es
útil. Ver un atardecer es valioso. Un mechero es útil. Una amistad es algo
valioso.
Casi siempre, lo útil es más caro que valioso. De hecho, lo valioso rara vez cuesta dinero. Y
esto ocurre porque el dinero es útil, pero no es valioso. Lo valioso genera
mucha más felicidad a largo plazo que lo útil. Y, sin embargo, a menudo
valoramos más lo útil que lo valioso.
Los mejores momentos de la vida no cuestan dinero. Ver nacer a un hijo,
el primer beso, sentir que vuelas de la mano de alguien… Los momentos que nos
pasan por el cabeza justo antes de abandonar este mundo no costaron dinero.
Esos momentos son los más valiosos que tenemos.
Cuando te asalte una preocupación, párate a pensar si lo que buscas es
útil o es valioso. Aprende a distinguir, y te darás cuenta de que vivir bien no
es tan caro como te habían contado».
2 de diciembre de 2025
Armando Rodríguez Jaramillo
Correo: arjquindio@gmail.com
/ X: @ArmandoQuindio /
Blog: www.quindiopolis.co

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