A los amigos de siempre

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«Con las amistades del alma pasa lo mismo que con las casas de campo, ambas necesitan algo de pintura y frecuentes arreglos, aunque solo se disfruten pocos días del año».

 

Hace poco, al escuchar «Cuando un amigo se va / Queda un espacio vacío / Que no lo puede llenar / La llegada de otro amigo», trozo de la canción Cuando un amigo se va que interpreta el cantautor argentino Alberto Cortez, me vino a la memoria el recuerdo de entrañables compañeros que siguen su andadura por este mundo y el de otros que ya partieron «galopando su destino», metáfora que Cortez utiliza en la citada canción. Entonces evoqué a los amigos de la niñez y la juventud, y también a los de la madurez y a los que llegan en esta senectud que ya se asoma entre las hendijas del tiempo. A los de antes les llamo amigos de primera generación y a los otros les puse el mote de segunda generación, así de simple.

De niños no tenemos que llamar a los amigos ni tampoco necesitamos elegirlos, simplemente están allí fruto del azar, y con ellos jugamos y creamos universos ignotos. Al ir al colegio la cantera se halla en el salón de clase y en los juegos. Allí empezamos a diferenciar entre conocidos y amigos, pues estos últimos se meten en el corazón, son nuestros cómplices y confidentes, saben acompañarnos en la felicidad y la tristeza, con ellos compartimos amores y desdichas, en fin, son parceros que jamás se olvidan.

Pero con el paso del tiempo empezamos a madurar y también a ser más selectivos. Ya en esta etapa de la vida urdimos amistades diferentes que se fundan en empatías, gustos y afinidades comunes. Son relaciones más serenas, si se quiere, con las que se logran compenetraciones y entendimientos singulares. Sin embargo, ya sea con los amigos de primera o con los de segundan generación, siempre se crean nuevos lazos y se rompen otros, por esto es por lo que con algunos de los que compartimos aulas, vecindarios, trabajo, distracciones o afinidades mutuas dejan de ser nuestros compinches y aparecen otros con los que entablamos nuevas vivencias.

Al final las amistades testimonian nuestro paso por la vida, nos sacan de la rutina y las banalidades para recordarnos que somos protagonistas de nuestra propia vida, que hay con quien reír, soñar y disfrutar. Los amigos convierten la cotidianidad en algo sólido y atractivo para darle sentido al trabajo y al compromiso y al ocio y al abrazo y al vino y a la chanza y a la alegría y a la tristeza. Todas las cosas que hacemos y que generan recuerdos suceden con aquellos con los que tenemos memorias compartidas, y aunque cada uno administra a sus recuerdos, ni más faltaba, con los amigos coincidimos en anécdotas, pero con diferentes narrativas. Y a pesar de que las cosas nunca son como las recordamos, ningún relatado tiene más realismo que otro.

A veces pienso que deberíamos evitar perder el tiempo reuniéndonos dizque para desatrasarnos, para ponernos al día. Esto no tiene sentido pues una amistad siempre empata donde se dejó la última vez. No es necesario contarnos lo que hemos hecho por separado porque eso no hace parte de la vivencia compartida. Así que cada vez que nos encontremos con un amigo aprovechemos la oportunidad para conspirar nuevas andaduras y volver a vivir algo que apure la vida con aventuras inéditas no con recuerdos trasnochados.

Por muchos años creí que las relaciones había que cultivarlas; pero ahora dudo que esto sea necesario para consolidar afectos y camaradería, porque para ello sólo basta con ser sinceros y solidarios, con ofrecer confianza y tener la mirada diáfana y las manos limpias. Sobre esto, cómo no citar un trocillo del artículo Amigos de infancia [Ethic / 02-09-2022] escrito por Sergio del Molino [Madrid, 1979]: «Deploro la metáfora de cultivar amistades. Se cultivan las cebollas, los hijos, los saberes, los gustos estéticos y las vocaciones profesionales. Los amigos y los amores, en cambio, se disfrutan. No hay que regarlos ni abonarlos ni esperar que broten, están ya ahí, puestos sobre la mesa, en sazón. Los amigos son la parte dulce de la vida, no una prolongación de la amarga. En otras palabras: no caben reproches, rencores ni registros de agravios. Tampoco obligaciones ni agendas. No es que a los amigos se les perdone todo, es que ni siquiera hay que propiciar situaciones que requieran perdón».

Sin embargo, es natural que las amistades se enfríen y distancien, y que con ellas discutamos alguna vez. Pero cuando esto sucede, de nuevo el antídoto lo trae Alberto Cortez en un fragmento de la canción A mis amigos, que dice así: «A mis amigos les adeudo algún enfado / que perturbara sin querer nuestra armonía, / sabemos todos que no puede ser pecado / el discutir alguna vez por tonterías».  Con las amistades del alma pasa lo mismo que con las casas de campo, ambas necesitan algo de pintura y frecuentes arreglos, aunque solo se disfruten pocos días del año.

 

Armando Rodríguez Jaramillo

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