Los pesebres de antes tenían encantos diferentes.
Una de las tradiciones más
importantes de la navidad difundida por la religión católica es la del pesebre,
palabra que significa cajón donde comen las bestias (vacunos y caballos), razón
por la cual al sitio donde están se le llama pesebrera.
De niño me fascinaban los relatos de
la biblia, emocionantes historias cargadas de mensajes que me ponían a especular
sobre cómo fue que sucedió aquello que decían las Sagradas Escrituras: José y
María viajando a Belén para ser censados en atención a una orden de Herodes,
María acosada por un curioso embarazo provocado por obra y gracia del Espíritu
Santo, la decisión de pasar la noche en una pesebrera al no encontrar posada y
el alumbramiento junto a un buey y un burro que con sus respiraciones daban
calor al recién nacido. Confieso que nunca logré armar esta historia en mi
cabeza por más que me esforzaba en recrear aquel nacimiento.
El armado del pesebre.
Pero como lo que importaba no era
entender la historia sino vivir la tradición, los primeros días de diciembre
mis hermanos y yo íbamos al cuarto del rebujo a sacar las cajas que once meses
atrás nuestra madre había guardado con las figuras del pesebre y sus elementos
decorativos. Empolvadas y sin saber con certeza que había en cada caja, las
destapábamos una a una en el lugar donde sería armado, que por lo general era cerca
a sala donde hubiera espacio suficiente para que se reunieran la familia y los
vecinos a rezar la novena.
Las mismas cajas donde estuvo
empacado el pesebre se usaban para dar forma al relieve de colina que lo
definía, cubriéndolas con papel de envolver decorado con viruta de tonos
variopintos entre café y verde. En lo más alto se ponía la pesebrera y las
figuras de José y María, el buey y el burro y la de algún ángel que se colaba.
Más abajo se ubicaban palmeras y ovejas entre caminos hechos con aserrín.
Con sumo cuidado usábamos un espejo para
simular un oasis con sus orillas cubiertas de arena en el que nadaban estáticos
patos y cisnes. No podían faltar los pastores, alguno con una oveja al hombro,
y árabes con camellos y dromedarios.
Por muchos años salimos a recolectar
musgo de viejos troncos y piedras cerca de quebradas y en cuanto lugar húmedo
existiera. Lo usábamos como elemento decorativo antes que fuera proscrito
ambientalmente su uso.
Como en cada navidad a los pesebres
se les agregaba algo, las dimensiones de las imágenes sagradas, pastores,
animales y árboles eran disparejas, siendo usual encontrar ovejas más grandes
que un camello o animales que no iban al caso, como gallinas, tigres y
elefantes. Pero lo que más sorprendía era cuando el Niño Dios resultaba ser de
mayor tamaño que sus padres.
Pero los pesebres tenían sus
encartes. Uno de ellos era que nadie sabía qué hacer con el Niño Dios antes del
nacimiento, por lo que su frágil figura rodaba por todas partes. Otro problema
eran Melchor, Gaspar y Baltazar, pues las Escrituras dicen que como señal del
nacimiento del Mesías atisbaron una estrella que los guio desde Egipto hasta la
gruta de Belén, sitio del alumbramiento, lugar al que llegaron el 6 de enero portando
de presentes incienso, mirra y oro. Esto hacía que los Reyes Magos no tuvieran
lugar propio durante la navidad, por eso los poníamos lo más lejos posible de
la pesebrera, en los extramuros, como si fuesen beduinos por el desierto, pues
a esas alturas no sabían del nacimiento de Jesús. Lo curioso era que uno de
ellos vagaba hincado de rodillas, ya que estaba hecho para visitar a Jesús
recién nacido.
La novena y los villancicos.
Entre el 16 y 24 de diciembre todo
era alharaca y algarabía. Niños y mayores no agolpábamos cada noche para rezar
las novenas y cantar villancicos. Armados de tapas de gaseosa aplastadas y
ensartadas por un alambre a manera de sonajero, maracas nonas, un termo
viejo como guacharaca, tapas de ollas usadas de platillos, cacerolas para golpear con cucharas de palo y alguna matraca se
acompañaba un desafinado coro de voces graves y agudas. Al final venía lo que
siempre ansiábamos, la repartición de natilla y buñuelos, esperado «casao» que se hacía sólo una vez al año.
La primera y la última de las novenas
eran las mejores. La del 16 porque con ella se iniciaba la temporada de rezos y
cánticos, la del 24 porque luego de rezarla quedábamos esperando en nacimiento
de Jesús que traería los regalos, obsequios que dejaba en nuestras camas.
Muchas fueron las veces, que con mi hermano, fingimos dormir para ver al
misterioso Niño Dios, pero el cansancio y la ansiedad hacían mella en nuestra
resistencia y caíamos presos del sueño, pestañeo que aprovechaban nuestros
padres para suplantar al recién nacido y poner los regalos en su sitio.
Después de la noche de navidad
dejábamos de pensar en el pesebre para enfocarnos en el último día del año.
Entre el 24 de diciembre y el 6 de enero nos acercábamos al pesebre tan solo
para correr un poquito a Melchor, Gaspar y Baltazar hacia donde estaba la
Sagrada Familia, encuentro que finalmente sucedía el 6 de enero, el día de
Reyes.
La recogida.
Cumplida esta faena de un mes, había
que pensar en desbaratar todo y guardarlo para la próxima navidad. Entonces,
como por esos días el entusiasmo ya había decaído ostensiblemente, le sacábamos
el cuerpo al trabajito y nos hacíamos los bobos, dejándole esa engorrosa labor
a mi madre que asumía con paciencia el empacado de todo para que estuviera
listo el próximo diciembre.
Pocas cosas tan pintorescas como los
pesebres de antes. Hoy los espacios en las casas y apartamentos son tan
reducidos que el pesebre se limita a los personajes centrales puestos en una
repisa o sobre una mesa. Ya no se vive el ambiente de armarlo, de
mover las figuras, de esconder al Niño Dios antes del 24 ni de jonjolear a los Reyes
Magos. Incluso algunas familias llevan a sus hijos a centros comerciales para que
conozcan el pesebre y recen la novena. En fin, fueron otros tiempos con
encantos diferentes.
Armando Rodríguez Jaramillo
@arj_opina / @quindiopolis