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Tomado de Pixabay |
«Lo que no se cuida se corrompe, y lo
que se corrompe acaba por desaparecer».
Por: Armando Rodríguez Jaramillo
Siempre he
creído que las ciudades son el reflejo de cómo sus ciudadanos se apropian de lo
público y se relacionan entre sí. En pocas palabras, las ciudades son la
expresión de su propia «cultura cívica» y «civismo», palabra esta última que el
diccionario de la RAE define como «comportamiento respetuoso del ciudadano con
las normas de convivencia pública», término que proviene del latín civis,
ciudadano y civitas, civitatis, ciudad. En consecuencia, civismo se
refiere a las pautas mínimas de comportamiento social que permiten convivir en
sociedad de manera civilizada.
El mencionado
término hace referencia a la relación de una persona con su vecindario,
localidad, municipio y nación, razón por la cual se conecta sinonímicamente con
educación, urbanidad, cortesía, civilidad y ciudadanía, palabras que le
imprimen una enorme dimensión que casi siempre pasamos por alto. Y es
precisamente esto lo que me motiva a hacer las siguientes tres reflexiones
sobre el civismo:
La primera
tiene que ver con la alteridad, que significa la condición de ser otro,
lo que implica ponerse en un lugar diferente alternando la perspectiva propia
con la ajena y fomentando el diálogo y los acuerdos entre personas con
intereses y visiones diferentes para entender las posturas de unos y otros.
De ahí que para
construir sociedad no basta con establecer lazos económicos entre las personas,
es esencial comprender y hacer uso de la alteridad, la cual se fundamenta en
comparar nuestra visión de las cosas con los demás puntos de vista, aceptando
que el otro tiene enfoques diferentes porque «tu derecho termina donde empieza
mi derecho, y mi derecho termina donde comienza el de los demás», principio
universal que nos enseña a utilizar nuestros derechos, sin limitar o vulnerar
el de otras personas donde la tolerancia basada en el diálogo y el consenso son
un factor clave. Es decir que la alteridad se relaciona con reconocer la
otredad en el seno de una sociedad plural, en contraposición a la mismidad que
se refiere al hecho de ser uno mismo y que podría vincularse con individualismo
y egoísmo.
«Tu derecho termina donde empieza mi
derecho, y mi derecho termina donde comienza el de los demás».
La segunda
reflexión se centra en la compasión, sentimiento enlazado con la
alteridad y que en este caso se entiende no como la disposición para reconocer
y aliviar el dolor ajeno, sino como la capacidad que debemos desarrollar como
sociedad para reconocer las fortalezas y virtudes en medio de la vulnerabilidad
de muchos. Es ser sensibles con las inequidades y motivarnos como sociedad a
actuar para tener una comunidad más humana y justa como condición esencial para
la convivencia. La compasión es el componente esencial de la solidaridad.
La última
reflexión es sobre la educación en civismo que debe ser un aprendizaje para
toda la vida. Si bien se consolida con los años, se adquiere, primero, en el hogar,
y luego, en el colegio donde se complementa la formación de una conciencia
moral que encamine la acción del individuo en un contexto necesariamente
colectivo.
El civismo
requiere del conocimiento de las normas que rigen la convivencia y se manifiesta
en un ejercicio permanente a lo largo de la vida por lo que debe formar parte
del currículo escolar de manera precisa y concreta porque las pérdidas de los referentes
morales como sociedad está dejando un vacío que es cubierto por principios confeccionados
cual traje a la medida de las personas lo que los hace incompatibles con un
sistema compartido de valores, tornando inviable el consenso alrededor de las
conductas que exige la vida en comunidad.
En conclusión,
alteridad, compasión y educación son esenciales para restaurar
la confianza ciudadana en las instituciones y en sí mismos, y construir una
ciudadanía responsable con sólidos valores y principios cívicos. El civismo en
una sociedad moderna cumple la imprescindible función del anclaje y de amarre,
representa la base sobre la cual nos paramos para no caer en la anomia social
que transmite esa sensación de ausencia de normas de comportamiento donde cada
cual hace lo suyo en medio del caos. Tengamos presente que antes que ser
políticos, gobernantes, funcionarios públicos, dirigentes privados,
empresarios, empleados, profesores, estudiantes, conductores, peatones,
periodistas, deportistas o cualquier otro rol que representemos, todos somos
ciudadanos, y sin distingo, nos relacionamos con la ciudad, con los bienes
públicos y con otros ciudadanos siempre guiados por nuestro nivel de cultura
cívica.
Así que
preguntémonos cuáles son los mínimos cívicos necesarios porque nuestras ciudades
necesitan imperiosamente ciudadanos con contenido, solidarios y activos, con principios
y valores que transmitan e inculquen mediante el ejemplo, porque «lo que no
se cuida se corrompe, y lo que se corrompe acaba por desaparecer».
Correo:
arjquindio@gmail.com / X: @ArmandoQuindio /
Blog: www.quindiopolis.co
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