Nunca es tarde para dar las gracias, así pasen 25 años

Los que vivimos el terremoto de la 1.19 de la tarde del 25 de enero de 1999 tenemos una historia singular que contar, que, ante la ausencia de una escala para medir el drama personal, cada cual valora el suyo en su justa dimensión, y el mío me invita a callar en busca de un liberador silencio.

El tiempo ya interpuso 25 años con ese día en el que perdimos lo único real que tiene el ser humano, su presente, y de paso nos cambió el futuro para dejarnos solo con un pretérito colmado de experiencias a las que podríamos recurrir. Ambos, presente y futuro, fueron sepultados por una fuerza desconocida que arrasó lo que tres generaciones construyeron desde el 14 de octubre de 1889 cuando una junta de vecinos fundó un poblado de nombre Armenia que a la postre se convirtió en ciudad gracias al empuje y virtudes cívicas de sus gentes, proeza que nos debe animar a retomar la senda trazada por los ancestros para salir de la crisis política, social y económica en la que quedamos inmersos luego del terremoto.

Recuerdo que en 1999 fungía como gerente de Empresas Públicas de Armenia, empresa dueña del edificio que compartía con la Alcaldía Municipal en la calle 22 entre carreras 16 y 17. Aquel 25 de enero llegué al citado edificio pasadas las dos de la tarde y de inmediato dispuse su cierre pues desconocía el grado de afectación estructural que el sismo pudo causar. Poco después arribaron funcionarios de empresa y también lo hizo el alcalde Álvaro Patiño Pulido con algunos secretarios de la administración municipal. Allí todo era caos y confusión en medio de edificaciones caídas y averiadas, de cientos de personas que buscaban a sus seres queridos y de heridos que llegaban a la Clínica Central del Quindío que funcionaba donde está el supermercado Ventanilla Verde.

Inmersos en aquella vorágine que impedía ordenar pensamientos y comprender lo ocurrido, sólo atinábamos a repetir una y otra vez nuestra versión de los hechos. Entonces pensé en los servicios de acueducto, alcantarillado y aseo, y también en la microcentral de energía El Bosque en El Caimo, la Central de Beneficio de Carnes y la Plaza de Mercado que estaban a cargo de EPA, pues ignoraba en qué condiciones se hallaban ni lo que debíamos hacer para enfrentar su recuperación y poner en funcionamiento las líneas vitales de la ciudad.

Acosado por estas preocupaciones y por la responsabilidad que tenía como gerente de EPA, me comuniqué por radio con la planta de tratamiento de Regivit para constatar si le llegaba agua, pero mi mente estaba distraída pensando en mi familia y amigos y en la tragedia humana que había alrededor. Entonces de sopetón apareció un trabajador de la empresa que me saludó poniendo su mano derecha en la frente, al estilo militar, y dijo: «Buenas tardes gerente, se me cayó mi casa con el temblor, pero me vine caminando desde el barrio donde vivo. Dejé a mi familia instalada en el andén bajo unos plásticos por si llueve, y les dije que no me esperaran esta noche porque iba a trabajar por la ciudad». Luego, agregó: «Gerente, qué hay para hacer. Estoy a sus órdenes».

La actitud de aquel obrero me sacó del ensimismamiento en que estaba. ¿Cómo era posible que esa persona, en medio de su propia tragedia, se presentara a trabajar con semejante determinación? Eso me hizo reaccionar y de inmediato, con funcionarios de la empresa, nos dimos a la tarea de elaborar un plan de contingencia para atender la emergencia.

Sin embargo, por el maremágnum de cosas que había, olvidé el nombre de aquella persona. Tres o cuatro años después, ya por fuera de EPA, me entrevistaron con motivo de cumplirse un año más de la tragedia. Mientras atendía la entrevista, entró una llamada de alguien que se identificó como el trabajador que aquel 25 de enero habló conmigo. Yo me emocioné, pues por primera vez tenía la oportunidad de agradecer el gesto que tuvo y su entrega con la empresa y por la ciudad, al tiempo que destaqué su capacidad de servicio. Al final nos despedimos no sin antes anotar su nombre y número de teléfono en un papel que lamentablemente extravié.

Hoy, al conmemorar 25 años del terremoto, deberíamos refrescar la memoria con esas personas que lo dieron todo por atender la emergencia y reconstruir la ciudad que llevamos en el alma, suceso para el cual nadie estaba preparado

Finalmente, creo que en la Armenia de hoy hacen falta hombres y mujeres con el talante cívico de aquel trabajador adscrito a la subgerencia de alcantarillado de EPA que voluntariamente antepuso el interés público sobre el particular, que tuvo la valentía de dejar a su familia en condiciones de desprotección para servirle a la comunidad. Hoy la ciudad ganaría mucho si tuviéramos personas como él en todos los campos de la vida ciudadana: en la política, en el gobierno, en la administración pública, en el concejo, en la dirigencia privada, en el empresariado, en la academia, en la cultura, en las juntas de acción comunal, en las asociaciones y en todas partes. Hoy necesitamos personas movidas por la virtud cívica.

 

Nota: Desde la atalaya del 2024 quiero hacer un reconocimiento el excelente grupo humano que trabajó en Empresas Pública de Armenia cuando sobrevino el terremoto y el proceso de reconstrucción. Gracias a su equipo directivo y administrativo, a su grupo de ingenieros y técnicos, a sus trabajadores, obreros y escobitas, a Sintraepa y a todos los que de una u otra forma lo dieron todo por Armenia, fue que EPA le respondió a la ciudad en el momento más crítico de su historia.

 

Armando Rodríguez Jaramillo

Correo: arjquindio@gmail.com  /  X: @ArmandoQuindio  /  Blog: www.quindiopolis.co

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