«Así que inexorablemente
trasegamos hacia una cuarta edad que nace cuando empezamos a gravitar en la
memoria de quienes nos recuerdan.
En Algún día todos seremos palabras, video del BBVA y El País narrado por la actriz argentina Victoria Siedlecki, cuenta sobre una abuela que a sus ochenta años viaja a España a conocer a su única nieta de trece. Al despedirse en el aeropuerto de Madrid de regreso a Lima, le dice a su nieta que no se preocupe porque se volverán a encontrar en la cuarta edad. A lo que se refería la anciana es que si llegamos a la tercera edad la inevitable muerte no es el final porque a esta le sucede una cuarta edad que es el tiempo en que vivimos en la memoria de quienes nos han querido, es la vida que sigue vibrando en quienes nos recuerdan. Mientras haya alguien que cuente cómo éramos, cómo nos sentíamos, que sueños tuvimos en la vida, cuáles abandonamos y cuáles logramos conquistar; mientras exista ese alguien que le narre a otros las historias que relatamos y que nos nombre amorosamente más allá del tiempo, seguiremos viviendo.
Esta historia me recordó que hace tres años mi madre partió hacia esa sublime y etérea cuarta edad desde donde siento que me observa con su mirada tierna y cristalina y me susurra con su voz dulce y armoniosa. Debo decir que entre las cosas por las que la evoco sobresale su gusto por las letras, aunque la atención de una familia numerosa dejaba poco tiempo para ello, rescato con especial cariño los momentos en los que compartimos un libro, un papel, un lápiz y una máquina de escribir. Tal fue su dedicación que cuando ingresé al kínder de la profesora Magola en el colegio de Alicia López ubicado a un costado del parque de Sucre en Armenia, ya pergeñaba algunas letras y leía una que otra palabra en la cartilla La alegría de leer gracias a esa mujer maravillosa que me dio la vida.
Leer: Las microhistorias de familia.
Aquellas experiencias despertaron en mí una enorme curiosidad que me llevó a pensar en los libros como objetos portadores de historias y relatos maravillosos en espera de ser abiertos en la biblioteca de mi casa, lugar fantástico en donde a bordo de una nao imaginaria ansiaba emprender viajes por lugares ignotos. Siempre pensé que en las bibliotecas había pilas de conocimientos por descubrir que sólo los adultos podían hacerlo a través de un extraño don que poseían: la lectura.
En un sitio de aquella
biblioteca estaban los 20 tomos de El Tesoro de la Juventud, la más célebre enciclopedia
para niños del siglo XX que mi padre compró cuando sus hijos iniciamos colegio y
que mi madre quiso tener de niña, pero que las afugias económicas que hubo en la
casa de la abuela se lo impidieron. Sobre esta enciclopedia el filósofo y
escritor español Fernando Savater (San Sebastián, 1947) escribió en La aventura de pensar (Debate, 2008)
unas líneas que al leerlas las percibí como propias: «Cuando yo era
pequeño, mi padre me regaló mi primera enciclopedia, la única inolvidable: se
llamaba El Tesoro de la Juventud.
Cada uno de sus volúmenes estaba formado por diferentes «libros»: el de las
narraciones extraordinarias, el de los hechos heroicos, el de las grandes
exploraciones, el de la naturaleza, el de la magia, el de la ciencia...Y cada
una de esas secciones, estupendamente ilustradas, brindaba las más elocuentes
lecciones, narraba cuentos o describía paisajes». A lo escrito
por Savater quiero agregar que siempre me dirigí a la sección de juegos y
pasatiempos donde encontraba mayores entretenciones que las que me producían las
series de televisión y las historietas de superhéroes y dibujos animados de la
época.
. «Algún día sólo seremos
historia, tan solo palabras en los labios de los que nos sucederán y que quizá,
solo quizá, nos seguirán nombrando para no olvidarnos.»
Pero no solo fueron las maravillas que tenían aquellos libros que aún disfruto a pesar de la fragilidad que les impregnó la pátina del tiempo, sino que también fueron los poemas y narraciones que leímos y que nos hicieron cómplices de una aventura sin condiciones en medio de un ritual improvisado. Recuerdo de aquellos años poesías como Volverán las oscuras golondrinas de Gustavo Adolfo Bécquer, A solas de Ismael Enrique Arciniegas, Mis flores negras de Julio Flores, Canción de la vida profunda de Porfirio Barba Jacob y Estar enamorado de Francisco Luis Bernardez. También de sus labios supe de Rabindranath Tagore (1861 – 1941) el poeta y filósofo bengalí y de las fabulas de Esopo, así como de Amar es vivir y El Erial de Constancio Cecilio Vigil (1876 – 1954) escritor uruguayo de cuentos infantiles. Y entre lectura y lectura, transcribíamos poemas en una vieja máquina de escribir suiza, la Hermes baby, que mi abuela le compró por los años cuarenta para sus estudios de colegio, y que junto a una Ollivetti que era de mi padre, hoy descansan al lado mi computador. Al final, creo que todo confabuló para que entre los dos naciera una discreta relación epistolar que duró por varios años.
Tal vez será porque en la memoria conservo estos recuerdos sin fecha de vencimiento, que me sentí atraído cuando en los tiempos del confinamiento por culpa de una pandemia inesperada leí el siguiente texto que me conmovió: «Mi madre me leía libros todas las noches, sentada en la orilla de mi cama. Ella era la rapsoda; yo su público fascinado. El lugar, la hora, los gestos y los silencios eran siempre los mismos, nuestra íntima liturgia […]. Aquel tiempo de lectura me parecía un paraíso y provisional (pág. 98)», y en otra parte, como queriendo transmitir un legado, vi lo siguiente: «Ahora mi madre y yo susurramos las historias de la noche en los oídos de mi hijo. Y aunque ya no soy aquella niña, escribo para que no se acaben los cuentos (pág. 385)». Estos dos fragmentos que me hicieron vibrar están en El infinito en un junco (Siruela, 2021) de la escritora Irene Vallejo, monumental texto sobre la historia de los libros por la antigüedad.
Así que inexorablemente
trasegamos hacia una cuarta edad que nace cuando empezamos a gravitar en la
memoria de quienes nos recuerdan. Algún día sólo seremos historia,
tan solo palabras en los labios de los que nos sucederán y que quizá, solo
quizá, nos seguirán nombrando para no olvidarnos. Y mientras contamos y hacemos
memoria para darle mayor sentido a nuestras vidas, no podemos pasar por alto que
somos parte de una familia, de una cultura, de una sociedad.
«Sin embargo,
creo que hay ausencias que siempre nos acompañan, al menos así lo siento ahora
que mi madre se halla en la cuarta edad»
Desconozco qué es eso de la cuarta edad pues nunca he estado en ese trance. Sin embargo, todos podemos entablar un diálogo eterno e inspirador con la memoria de los seres entrañables que siguen existiendo en la cuarta edad. Y esta es precisamente la conversación que sostengo con mis padres y con los padres de ellos cada que necesito conectarme con sus legados y enseñanzas, cada que rememoro de dónde provengo y a quienes les debo buena parte de lo que soy, cada que reconozco que lo que recibí lo debo entregar a mis hijos porque me fue dado en préstamo. Cuando olvidamos de dónde venimos creo que algo de en nuestro ser se extravía.
No obstante, para
la cuarta edad no hay métrica alguna, su medida depende de la calidad de
nuestros recuerdos y del amor que profesamos hacia los seres queridos que la transitan.
Sin embargo, creo que hay ausencias que siempre nos acompañan, al menos así lo siento
ahora que mi madre se halla en la cuarta edad.
Armando
Rodríguez Jaramillo
arjquindio@gmail.com /
@ArmandoQuindio
4 Comentarios
Emotivo relato, ejemplo para el ser humano que jamás podrá pasar por esta vida sin la experiencia de ser hijo, la gratitud hacia el ser más importante y maravilloso del universo, la madre, quien jamás debería terminar su cuarta edad en la mente y el corazón de sus hijos, inspirador y conmovedor escrito amigo Armando...
ResponderBorrarGracias Carlos Eduard por haberlo leído y por sus comentarios
BorrarGRACIAS por ambientar ese tema, que para muchos es TABÚ....por el miedo a llegar a esa edad, pero la REALIDAD...vista desde ese punto es un punto a favor de la vida...¡¡¡
ResponderBorrarGracias a usted por leerlo y por dar su opinión.
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