El presente artículo lo escribí inspirado por el amor que le profeso a mi ciudad. Hace años, cuando la educación en escuelas y colegios era más integral, cívica y humanista, se enseñaban los conceptos de patria y patria chica. El primero se refería al territorio que nos da la nacionalidad, aludía al concepto de nación y nos entregaba vínculos jurídicos, históricos y afectivos. El segundo apuntaba al lugar donde nacimos o llegamos, a ese pueblo (linda palabra) donde crecimos, ese terruño con el que nos identificamos hasta los tuétanos y cuya cultura, idiosincrasia, acento, música, culinaria, mitos y leyendas son un valioso patrimonio colectivo al que pertenecemos. La patria chica es el teatro de nuestros recuerdos, es nuestra tierra y las de nuestros seres queridos, es nuestra casa común como familia y sociedad.
Así que hablar de Armenia es hablar de mi patria chica. Ella forma parte fundamental de mi existencia y en su gran historia hay un lugarcito reservado para la microhistoria de mi familia y la de mi vida. Por esto es por lo que tanto me duele ver el desorden y deterioro social de una ciudad que hace pocas décadas exhibía signos de progreso que la hacían encantadora y coqueta. Recordemos que la otrora economía del café le había proveído los excedentes necesarios para tener una calidad de vida aceptable y una dinámica que dejaba ver una urbe moderna habitada por un grupo humano que tenía confianza en sus dirigentes y mostraba un civismo arrollador. Sin embargo, debo reconocer que la ciudad era más pequeña y menos compleja, lo que facilitaba cuidar de ella.
Pero algo pasó en los últimos tiempos para que el civismo decayera, el progreso se desacelerara, la credibilidad en sus dirigentes se erosionara y la calidad de vida y el bienestar retrocedieran.
De algunas de
estas cosas da cuenta el DANE
en sus informes. En abril pasado, este organismo reseñó que en 2020 la pobreza
monetaria en Armenia fue del 45,3% (11,1 puntos por encima al año anterior) y
la pobreza monetaria extrema de 15,5% (9,6% superior al año anterior), y señaló
que las personas en pobreza monetaria tenían ingresos inferiores a $400.047 mensuales
per cápita y las que estaban en pobreza monetaria extrema contaban con ingresos
inferiores a $160.010 al mes por persona. Luego, hace sólo unos días, publicó
la Encuesta Pulso Social donde indicó que en el trimestre
abril – junio del presente año el 75,5% de las personas jefes de hogar y sus
conyugues en Armenia afirmaron que, en relación con la situación económica de
hace un año, no tiene mayores posibilidades de comprar ropa, zapatos y
alimentos; así mismo, para igual trimestre, una cuarta parte de las personas
jefes de hogar y sus conyugues afirmaron que consumen menos de tres comidas al
día, esto sin hacer referencia a la calidad de los alimentos.
Una realidad que duele
Pero no necesitamos del DANE para reconocer los problemas sociales y económicos que lastramos, pues ellos se observan al transitar por sus calles, así que dejaré a un lado las cifras porque los números matan las emociones y camuflan las realidades. Debo confesar que nunca vi una crisis como esta en mi ciudad. Son numerosas (muy numerosas) las personas de todas las edades que amanecen a la intemperie bajo los aleros de construcciones, las parejas con niños en los andenes y separadores de las avenidas pidiendo monedas, los saltimbanquis improvisando en los semáforos, los artistas de la noche interpretando en los vecindarios sus canciones de día, los que hurgan en la basura para entretener el hambre, los viven en asentamientos subnormales en crecimiento, los que dependen de la informalidad y el rebusque en el espacio público y hasta los que tienen empleos e ingresos insuficientes. Estas cosas y otras más forman el caldo de cultivo donde se cuecen el caos y la penuria que se apoderaron de la ciudad empeorando la maltrecha calidad de vida.
Si bien el incremento de la pobreza y sus males conexos en buena parte se relaciona con la pandemia, esta sólo aceleró algo que se veía venir. Así que lo grave no es padecer esta circunstancia, lo realmente inaceptable sería acostumbrarnos a este retroceso como si fuera parte del destino. Cada día, semana, mes y año que pasa sin reaccionar ante esta situación corremos el riesgo de anestesiarnos y volvernos indiferentes.
Si llegamos a este punto no es por
mala suerte ni porque atravesamos tiempos difíciles, es porque algo hicimos mal
o algo dejamos de hacer. Y cómo nadie vendrá a salvarnos, no queda otro camino
que enfrentar el problema por sus causas y no por sus consecuencias. Para esto podríamos
iniciar por refrescar los liderazgos públicos y privados, recurrir a la
academia para dotarnos de renovados conocimientos e ideas y fortalecer la
sociedad civil para que despliegue todo su potencial, se apropie de la ciudad y
la impulse a un mejor mañana.
Armando Rodríguez Jaramillo
@ArmandoQuindio
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