Hay que repensar el significado de la competitividad para que, en lugar de ser un objetivo económico, sea un medio para alcanzar bienestar.
En Estrategia y Sociedad (2006) Porter
y Kremer plantearon el vínculo entre ventaja competitiva y responsabilidad
social corporativa e introdujeron el principio del valor compartido que más
tarde desarrollaron en La creación de valor compartido (2011) publicado
por Harvard Business Review América Latina, documento en el que exponen
cómo reinventar el capitalismo y liberar una oleada de innovación y
crecimiento. Los autores intentan redefinir el papel de los negocios en la
sociedad más allá del enfoque filantrópico y la responsabilidad social
empresarial para proponer la creación de valor compartido definido como el
conjunto de «políticas y prácticas operacionales que mejoran la competitividad
de una empresa a la vez que ayudan a mejorar las condiciones económicas y
sociales en las comunidades donde opera».
Como la creación de valor compartido se concentra en identificar y expandir las conexiones entre los progresos económico y social, Porter expone el progreso social como «la capacidad de una sociedad de satisfacer las necesidades humanas básicas de sus ciudadanos, estableciendo los componentes que permiten a los ciudadanos y comunidades mejorar y sostener su calidad de vida, y crear las condiciones para que todos los individuos logren su potencial máximo» (2016). De ahí que sea obvia la creciente preocupación por reorientar los fundamentos del capitalismo, al parecer extraviados en el camino, para dotar de un nuevo significado a la competitividad con el fin que trascienda la lógica económica e incorpore progreso y bienestar como elementos de inclusión y sostenibilidad social, tal como se plantea en Competitividad al servicio del bienestar inclusivo y sostenible (2021), libro publicado por Orkestra (Instituto Vasco de Competitividad)
Cabe anotar que estas tesis cobran inusitada relevancia a raíz del remezón que produjo la pandemia del COVID – 19 en la economía y que causó cosas fenómenos como la aceleración de la transformación tecnológica, desarticulación de cadenas globales de valor, relocalizaciones de industrias, llegada de nuevos competidores con modelos de negocios digitales, expansión del teletrabajo, cambios en la forma de relacionarnos, auge de los negocios de plataforma y transformación de los servicios de salud y educación a todos los niveles.
Son tantos sucesos en tan poco tiempo que
resulta difícil asimilarlos. En consecuencia, los planteamientos de Porter y
Kremer estimulan el debate sobre la necesidad de un nuevo paradigma de
competitividad que refresque los conceptos que durante las últimas tres décadas
la han relacionado como parte del crecimiento económico. Las transformaciones que
presenciamos y desafíos globales como el cambio climático, la polarización
política y el crecimiento de la pobreza y la desigualdad, nos invitan a pensar en
la competitividad como algo más que innovación, tecnología y búsqueda permanente
de una estrategia de mercado, para ubicarla como un factor determinante del
progreso y la calidad de vida.
El desafío
En consecuencia, estamos ante la necesidad de idear marcos de referencia que permitan encauzar procesos de diálogo entre gobiernos territoriales, gremios, universidades, empresarios y la sociedad para la transformación del entorno regional, pues no tendría sentido pasar por las vicisitudes del coronavirus si no las superamos con la capacidad de trabajar de forma colaborativa para construir el futuro deseado.
Este proceso de reflexión nos debe llevar a la construcción de un discurso sobre el desarrollo local. Hay que repensar el significado de la competitividad para que, en lugar de ser un objetivo económico, sea un medio para alcanzar bienestar. Pero para lograr este propósito, sería equivocado esperar que el gobierno nacional o expertos de prestigiosas universidades o centros de pensamiento nos entreguen el modelo de competitividad para nuestros municipios y departamentos, porque esto, si bien debe estar enmarcado en las políticas macroeconómicas del país y en las tendencias globales, debe obedecer a consideraciones locales, lo que nos lleva a abordar el reto de construir o reconstruir un modelo propio al servicio del bienestar, que lleve implícito la identificación y aprovechamiento de las fortalezas y oportunidades del territorio y del grupo humano que lo habita.
En últimas, es diseñar a través diálogos y
consensos una nueva visión compartida del desarrollo socioeconómico local que facilite
el necesario tránsito hacia la Cuarta Revolución Industrial, en el que todos
tengamos un lugar en una sociedad inclusiva y sostenible y donde tecnología,
innovación, conocimiento, oportunidades y bienestar hagan parte del patrimonio
colectivo.
Armando Rodríguez Jaramillo
@ArmandoQuindio
@quindiopolis
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