Por: Hans Peter Knudsen
El Eje Cafetero está viviendo un
fenómeno social que, aunque no es nuevo, sí ha tomado una fuerza sin
precedentes en los últimos años: la migración masiva desde Bogotá —y en menor
medida desde otras grandes capitales— hacia nuestros valles, montañas y pueblos.
Lo que comenzó como una ola tímida de visitantes que escapaban del ruido y la
velocidad de la gran ciudad, se ha convertido en un verdadero éxodo de familias
que buscan en esta región calidad de vida, seguridad, naturaleza y comunidad.
Y aunque esta transformación genera
tensiones, ajustes y en algunos casos resistencias, lo que está en juego no es
un conflicto inevitable entre culturas, sino la posibilidad de construir algo
mucho más valioso: una sumatoria de saberes, de trayectorias, de visiones y de
talentos. Lejos de ver este fenómeno como una amenaza a la identidad regional,
debemos aprender a capitalizarlo como una oportunidad para fortalecerla y
proyectarla.
Es comprensible que para muchos
habitantes tradicionales del Quindío, Risaralda o Caldas, la llegada de miles
de nuevos residentes “cachacos” (y no solo ellos) genere recelos. Cambian las
dinámicas del tráfico, se encarecen ciertos servicios, surgen nuevos estilos de
vida, se reconfiguran las costumbres barriales. A veces, incluso, aparece la
sensación de que “nos están invadiendo”.
Pero si nos quedamos solo en esa
lectura, perdemos de vista el panorama más amplio: estamos recibiendo a miles
de personas que, por elección propia, han decidido integrarse a esta región,
vivir aquí, invertir aquí, criar a sus hijos aquí. Y con ellos llegan
experiencias laborales, capital humano, redes profesionales, ideas frescas,
emprendimientos, arte, cultura, liderazgo social y capital simbólico que pueden
ser una verdadera bendición para nuestras comunidades.
La clave está en facilitar la
integración respetuosa y proactiva entre locales y migrantes. No se trata de
imponer una cultura sobre otra, sino de fomentar un diálogo horizontal de
saberes. El migrante debe venir con humildad y disposición de aprender la
identidad cafetera, sus formas de hablar, sus fiestas, su historia. Y el local,
con apertura para valorar lo nuevo que llega, sin prejuicios ni defensas
innecesarias.
Ya lo hemos visto en casos concretos:
nuevas organizaciones culturales con enfoque ambiental nacidas de bogotanos que
ahora protegen quebradas rurales; ingenieros y expertos digitales que instalan
desde aquí centros de innovación para el mundo; artistas que revitalizan
espacios públicos; jubilados que crean redes de apoyo para adultos mayores; o
madres emprendedoras que mezclan recetas andinas con gastronomía cosmopolita.
Esa es la riqueza de la sumatoria.
El reto está en identificar estas oportunidades y concretarlas en favor de todos. Algunas acciones estratégicas podrían ser:
- Crear espacios de encuentro e intercambio entre nuevos residentes y comunidades locales: ferias, tertulias, proyectos colaborativos.
- Fortalecer programas de participación comunitaria donde los migrantes puedan aportar en juntas de acción comunal, escuelas, comités ambientales.
- Diseñar estrategias de atracción de talento para poner al servicio de la región perfiles profesionales altamente cualificados que llegan con voluntad de contribuir.
- Aprovechar la migración como una palanca para revalorar oficios locales, revitalizar pueblos en riesgo de despoblamiento, y fortalecer el tejido social.
El Eje Cafetero del futuro no será
una copia del pasado, ni un espejo de las capitales. Será, si lo hacemos bien,
un territorio enriquecido por la diversidad, pero fiel a sus raíces. Una región
que no teme al cambio, pero que lo conduce con propósito. Una sociedad que no
se divide entre “los de aquí” y “los de allá”, sino que construye un “nosotros”
más fuerte, más sabio y más humano.
Que no haya entonces un choque de culturas, sino un abrazo entre saberes. Que no se tema al que llega, sino que se le escuche. Y que no se pierda la identidad, sino que se multiplique en nuevas formas de habitar este paisaje que tanto amamos.
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