«El civismo es un acto de inteligencia colectiva
que nos permite reconocer que compartimos una ciudad llamada Armenia.»
Por: Armando Rodríguez Jaramillo
«Las sociedades más prósperas y felices del mundo
comparten un secreto que no aparece en las estadísticas económicas y es que han
cultivado el civismo como una forma de arte colectivo, no es sólo buena
educación, es la tecnología social más poderosa que existe porque el civismo no
es un lujo de sociedades avanzadas, es la herramienta que las hace avanzadas.
Cada acto de cortesía es una inversión en el banco de confianza social». Esto
lo afirma el escritor catalán Alex
Rovira Celma en TiK ToK para quien el civismo es como una revolución silenciosa
necesaria porque las pequeñas cortesías y comportamientos transforman
sociedades enteras.
Esto me hizo pensar en
el estado en que se encuentra el civismo en Armenia y en la necesidad de hacer un alto en el camino para valorar lo bueno que tuvo
la ciudad y enderezar el rumbo. No es aceptable haber normalizado la
grosería, el abandono y el egoísmo como si fueran una autenticidad donde el
sálvese quien pueda es la consigna de muchos.
No sé cuándo ni cómo
sucedió la indiferencia en la que estamos inmersos que hizo que hasta las
fechas importantes de nuestra historia pasen inadvertidas, que numerosos
monumentos y espacios patrimoniales estén en condiciones deplorables, que la señalización
vial prácticamente haya desaparecido, que andenes y espacios públicos sean colonizados
y parcelados, que se tenga poco aprecio por las zonas verdes y árboles urbanos,
que sea común ver las basuras en el suelo, que se estacionen en zonas
prohibidas, andenes y paraderos de buses, que con frecuencia los taxis y buses
paren en cualquier parte, que no se respeten las normas de tránsito, que hayan vecindarios
con casas y locales enrejadas ante la inseguridad que acecha, que sea común pintar
mamarrachos en muros, fachadas y ventanales, que muchos andenes sean orinales públicos,
que los dueños de mascotas no recojan sus desechos, que hayan personas viviendo
en la calle por doquier y que se consuma licor y estupefacientes en parques y vías
públicas.
Y como si esto fuera
poco, paulatinamente se nos olvidó saludar y despedirnos con cortesía, dar las
gracias, ceder el paso o el asiento a mujeres embarazadas y a personas mayores
o con limitaciones, hablar sin gritar ni insultar, respetar a nuestros vecinos,
amigos y compañeros de estudio y trabajo, solicitar las cosas cordialmente, proteger
a nuestros niños, agradecer a quienes trabajan en labores de servicios,
respetar las filas y asumir comportamientos que hagan la vida más amable. Como lo dicho no es nuevo, lo grave es que pase, y que de tanto verlo, hayamos terminado por aceptarlo como parte
de la cotidianidad. Es con estos comportamientos donde empieza la decadencia
de una sociedad.
«La normalización de lo indeseable trae consecuencias
incalculables, en especial porque los niños aprenden más de lo que ven que de
lo que escuchan.»
La normalización de lo indeseable trae consecuencias incalculables, en
especial porque los niños aprenden más de lo que ven que de lo que escuchan y porque
en este desorden de ciudad se han levantado las últimas dos generaciones. Es decir,
que entre la incapacidad oficial y la indiferencia ciudadana hay una crisis
disfrazada de normalidad que transmitimos a nuestros jóvenes. Cada acto
incívico es como un virus con capacidad de infectar al tejido social donde la
grosería, insolidaridad y mala educación se vuelven norma, mientras que la
cortesía, fraternidad y amabilidad son la excepción. El civismo nos permite reconocer
que vivimos interconectados y que nuestras acciones por pequeñas que sean
afectan el bienestar colectivo. La indiferencia disfrazada de tolerancia es tan
destructiva como la agresión directa lo que convierte a las ciudades en
tumultos anárquicos.
Es así como el civismo,
más que un gasto cultural, es un ahorro económico y emocional colectivo que
se consigna en el banco de la confianza social en el que todos somos
cuentahabientes. Cuando alguien actúa con solidaridad y respeto no sólo cambia
el ambiente donde vive, sino que inspira a otros a hacer lo mismo, es
contagioso. De ahí que el mejor motivo para recuperarlo es saber qué tipo de
sociedad que queremos ser. Y me resisto a aceptar que la mayoría de los
armenios deseen vivir en una sociedad incívica. Esto me recuerda la frase
del
político y filósofo español
Enrique
Tierno Galván [1918-1986]: «Todos tenemos nuestra casa, que es el hogar
privado; y la ciudad, que es el hogar público».
Si queremos crear
ciudadanos civilizados seamos civilizados, amables y corteses. Así que, para cambiar
nuestra comunidad, iniciemos siendo el cambio que queremos ver. El civismo
enseña a vivir en orden y con respeto por las personas y lo público, es un acto
de inteligencia colectiva que nos permite reconocer que compartimos una ciudad
llamada Armenia la cual podemos transformar en un lugar agradable o ingrato gracias
a nuestras pequeñas acciones y decisiones. Las grandes transformaciones
sociales no siempre comienzan con revoluciones espectaculares, a menudo
empiezan con pequeñas revoluciones de personas que deciden ser mejores ciudadanas.
Como cada acto cívico
es un voto por el tipo de sociedad que queremos construir, propongo la adopción
de un «pacto por el civismo» de Armenia que nos lleve a recuperar la identidad, el sentido de pertenencia
y la cultura ciudadana. Sería encontrarnos en un propósito superior partiendo del
hecho que tanto el civismo como el incivismo son contagiosos, y que nosotros decidimos
qué queremos propagar.
La ciudad no pertenece al hombre, el hombre pertenece a la ciudad, de esto depende lo que digan nuestros hijos de nosotros y de cómo definan lo que fuimos. El tiempo tiene la respuesta.
Correo: arjquindio@gmail.com / X:
@ArmandoQuindio / Blog: www.quindiopolis.co
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