«Su función sería orientar, inspirar y abrir horizontes».
Por: Hans Peter Knudsen
Colombia se acerca a una de las elecciones presidenciales más decisivas de su historia reciente. La del 2026 no es simplemente otro capítulo en el relevo democrático; es la oportunidad —o la amenaza— de un punto de quiebre nacional. El ambiente está cargado de crispación, sospecha y cansancio: polarización extrema, agresividad verbal, desinformación sistemática, intimidación en redes, ausencia de debates serenos y una ciudadanía hastiada de la política como espectáculo y trinchera.
Ante este panorama, sería ingenuo pensar que un nuevo caudillo o un cambio de rostro bastará para sanar las fracturas del país. Colombia necesita mucho más que una elección: necesita una pausa lúcida. Un tiempo de reflexión colectiva. Un proceso que permita, antes de decidir quién, tener claro para qué y cómo queremos avanzar.
Aquí nace la propuesta: convocar un cuerpo colegiado, altamente calificado, de sabiduría nacional. Un grupo de colombianos intachables, sin agenda ideológica ni aspiraciones electorales o burocráticas, con experiencia y credibilidad, que asuman la tarea de “repensar el país” durante los próximos cuatro meses. No desde la arrogancia técnica, ni desde la torre de marfil del intelectual desconectado, sino desde el compromiso con el bien común y la responsabilidad histórica de ofrecer una hoja de ruta seria y realista.
Por otro lado, requiere que ojalá la gran mayoría de los aspirantes a la Presidencia de Colombia se unan, con generosidad y gallardía, al llamado a acoger y respetar el resultado del trabajo de este Consejo, poniéndose al servicio de un proyecto por el “propósito superior” de Colombia. Esto no significa suspender sus campañas e integrarse a un “escenario compartido”. Significa estar enterado en detalle de la existencia y funcionamiento del Consejo, participar en los espacios que se definan para presentar sus propuestas, nutrir con sus aportes las conversaciones correspondientes y, en el momento adecuado, decidir si acoge una fórmula de convergencia programática y de candidatura única.
Este consejo tendría tres funciones esenciales:
1. Identificar los grandes retos estructurales de Colombia, más allá del cortoplacismo electoral. Temas como la reforma educativa, la recuperación del sistema judicial, la seguridad rural y urbana, el modelo de salud, el desarrollo productivo sostenible, la descentralización territorial, el pacto ambiental y la ética pública, entre otros, deberían ser el eje de su trabajo.
2. Escuchar a profundidad a los precandidatos presidenciales, en espacios protegidos del espectáculo mediático. Allí, más que respuestas fáciles, se buscarían visiones estructuradas, compromisos serios y coherencia programática. En estos espacios el Consejo podría ir identificando propuestas sobresalientes que aporten a la propuesta nacional.
3. Elaborar una Carta de Navegación Nacional, nutrida por los dos ejercicios anteriores, que sirva como guía para el debate ciudadano y para orientar el voto informado. Un documento pedagógico, incluyente, que no imponga dogmas, sino que abra caminos.
Al final, debería lograrse un proyecto consolidado, de origen colectivo, que establezca la ruta requerida para esta Colombia necesitada de luz y esperanza. Debería lograrse, también, el Acuerdo entre los aspirantes sobre quién deba liderar ese proyecto y a quien el país entero debería apoyar en las urnas. Esa ruta, construida con insumos de todos los que participen, representaría la voz de la unidad, de la seriedad, de la profundidad, de la rigurosidad, del respeto y de la viabilidad real.
¿Es esto una utopía? No. Países con democracias avanzadas han implementado mecanismos similares con excelentes resultados. En Irlanda, por ejemplo, la Convención Ciudadana —integrada por ciudadanos comunes y expertos— logró desbloquear discusiones históricamente polarizada, y propuso soluciones que luego fueron aprobadas en referendos con amplios consensos. En Francia, la Convención Ciudadana por el Clima, convocada por el presidente pero autónoma en sus deliberaciones, generó recomendaciones clave para la política ambiental nacional.
En Canadá, varios gobiernos provinciales han utilizado jurados ciudadanos para diseñar reformas electorales, partiendo del principio de que la ciudadanía informada puede pensar mejor en colectivo que lo que suelen lograr los políticos en competencia constante. Incluso en América Latina, experiencias como el Acuerdo Nacional del Perú, o las Mesas del Futuro en Chile tras el estallido social, han mostrado que la deliberación plural y desinteresada es posible —y necesaria—.
Colombia no puede seguir presa de una lógica binaria que reduce la política a un juego de extremos. Necesitamos devolverle a la conversación pública el sentido de complejidad, de matices, de responsabilidad. Y eso se logra escuchando a quienes, con sensatez, pueden iluminar caminos: académicos respetados, científicos, empresarios íntegros, rectores, campesinos líderes, jóvenes innovadores, sabedores ancestrales, líderes comunitarios. No se trata de excluir a nadie, sino de equilibrar el ruido con la razón.
Este cuerpo colegiado no busca decidir por el país, ni remplazar los mecanismos democráticos. Su función sería orientar, inspirar y abrir horizontes. Ser una luz colectiva, en un tiempo donde la oscuridad parece crecer en la forma de desinformación, rabia y desesperanza.
Quizás ha llegado el momento de confiar menos en el “mesías salvador” y más en la inteligencia compartida. En una sociedad tan rica en diversidad como la colombiana, el verdadero liderazgo puede no estar en una sola voz, sino en el eco de muchas voces sabias, que no buscan el poder, sino el futuro.
Porque a veces, cuando el camino se nubla, lo más valiente no es correr hacia adelante a ciegas, sino detenerse, escuchar, y volver a encender juntos la antorcha de la sensatez.
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