La historia
del Quindío está ligada al campo. No es posible pensar en este departamento sin
imaginar sus cultivos de café, plátano, banano, cítricos, piña, aguacate y
demás frutales, y sin pensar en la avicultura y las ganaderías bovina, caballar
y porcina. Para nadie es un secreto que nuestra idiosincrasia y desarrollo se
fundieron en el crisol de la caficultura y sus cultivos asociados, por algo la
Unesco declaró este territorio Patrimonio de la Humanidad.
Si la narrativa
anterior la leyera un extranjero recién llegado, esperaría encontrar en lo rural
la zona de mayor calidad de vida, el más alto ingreso per cápita, elevados niveles
de educación, altas productividades, cultivos con tecnologías de punta, agroindustrias
innovadoras y eficiente logística de transporte y conservación de alimentos con
destino a consumidores sofisticados del mundo.
Pero la
realidad es otra. A ese campo que nos dio identidad lo relegamos al olvido por
culpa de una modernidad mal entendida que nos transformó en citadinos,
alejándonos de lo que nos une a la tierra y a esas veredas siempre verdes con pueblos
que transpiran ruralidad. Entonces empezamos a mirar la campiña y a sus
campesinos con desprecio y a favorecer la cultura urbana, erigimos un muro (tan
en boga) imaginario con el mundo rural y lo confinamos a un subdesarrollo excluyente
donde los mayores se quedan solos y los jóvenes migran para no estar condenados
per se a una deficiente educación y limitadas opciones de futuro.
Mientras que
países desarrollados de Europa y Norteamérica priorizan las cadenas
agroalimentarias con tecnología de punta y promueven la producción de alimentos
con criterio empresarial, aquí tozudamente continuamos ensayando iniciativas de
economía campesina de autoconsumo y ofreciendo apoyos y asistencias
insuficientes a los empresarios agropecuarios que hacen esfuerzos para mantener
a flote sus unidades productivas.
No entiendo
el porqué nos cuesta tanto reconocer que tenemos excelentes suelos y climas que
se deben aprovechar para algo más que vacacionar y construir conjuntos
campestres. ¿Cuántos quisieran tener el potencial agroecológico que el Quindío
desperdicia? ¿Cuánto tiempo tendrá que pasar para entender que estamos ante una
nueva ruralidad soportada en negocios agroalimentarios intensivos en tecnología
y organizados en clústeres, y no en actividades de autoconsumo fundamentadas en
protecciones?
Como tenemos
pocas tierras para la agricultura, algo así como 70.000 hectáreas, estamos
obligados a cambiar a sistemas agrícolas de precisión, automatizados y
mecanizados, con sensores y drones, con conocimiento, innovación y mano de obra
cualificada. Si tenemos un Sena con su Centro Agroindustria y universidades con
ciencias económicas y administrativas e ingenierías y tecnologías
agroindustriales con capacidad de investigar y transferir conocimiento
aplicado, gremios y asociaciones de productores de café, plátano, frutas
ganado, equinos y otros, administraciones territoriales con secretaria de
agricultura y unidades de asistencia técnica agropecuaria, central de abastos y
dependencias del orden nacional que apoyan al sector, entonces, ¿qué nos impide
darle valor al campo? Pareciera que la respuesta se halla en la actitud mental
y la voluntad política.
Armando
Rodríguez Jaramillo
arjquindio@gmail.com
0 Comentarios