El centro de la ciudad es
como un caleidoscopio que concentra todas las facetas humanas. Allí se puede tomar
el pulso a la sociedad y diagnosticar su empuje, auge y vigor; pero también su
debilidad, agotamiento y deterioro, incluyendo enfermedades contagiosas y hasta
tumores malignos con visos de padecimientos terminales.
El centro es la
radiografía de lo que somos, de cómo actuamos frente a la vida, de nuestra
cultura y valores, del comportamiento ciudadano, de la forma como nos relacionarnos
y de la estimación que profesamos por los asuntos públicos. Es el escenario
donde representamos la obra de nuestros valores cívicos, el uso de nuestros
derechos en el marco de los deberes colectivos, el acatamiento a las normas y el
ejercicio de la autoridad en defensa del interés público. Es el sitio donde
disfrutamos y nos apropiamos de lo que es de todos y no es de nadie. Es el
teatro donde convergen las tensiones sociales.
Es por esto, y algo más, que
al caminar por sus calles siento tristeza ante la evidente degradación de la sociedad
y el derrumbe de la civilidad en medio de la anarquía colectiva y la impotencia
de la administración. Pero… ¿cómo abordar
el tema sin caer en la tentación de anteponer el derecho al trabajo como justificación
del desorden y el caos social?
El centro es el sitio
histórico por excelencia donde están las sedes de gobierno y justicia y las
actividades comercial, empresariales y financieras, pero también es, para
muchos, un lugar de rebusque a cualquier precio. Allí se le despojó al
ciudadano de su derecho al espacio público, que para cualquier sociedad
civilizada está representado en parques, aceras y calles, para privilegiar una oferta
descomunal e incontrolable de artículos ilegales. Todo se compra, todo se
vende, todo se transa, nadie responde.
Por sus andenes invadidos
no se puede caminar y por sus calles ocupadas no se puede transitar. Este retazo
de ciudad se convirtió en un peligroso laberinto para los discapacitados porque
hasta las rampas esquineras para sillas de ruedas y los andenes táctiles para
invidentes son espacio útil para mercaderías. Cada cual coloniza de día un pedazo para
vender baratijas, cada quien en la noche monta un puesto de frituras.
Más alarmante aún son las
ventas de perecederos en carretas y esparcidos en el piso sin importar si son
andenes, sardineles o rejillas de alguna alcantarilla. Una sociedad que se
estime y respete no puede permitir que en pleno siglo XXI sus alimentos se expendan
de cualquier manera sobre la vía pública como en el medioevo, práctica que
condena a la pobreza a quienes viven de ella, no representa un canal de
distribución que beneficie a los agricultores y nos expone a todos a riesgos considerables
de salud pública, todo ello bajo la indiferencia o tolerancia gubernamental. Las frutas y verduras son frágiles y muchas veces
las consumimos directamente sin cocción, entonces ¿de dónde acá nos
acostumbramos a comprarlas tiradas en la vía pública?
Veo a mi Armenia atrapada
en una vorágine incomprensible, con un modelo social y político que se agotó y
que, poco a poco, pareciera que la transforma en una ciudad perecedera.
Por Armando Rodríguez Jaramillo
1 Comentarios
Mi amigo Armando, he seguido con entusiasmo y cuidado tus comentarios, en la difícil tarea de hacer patria desde nuestros territorios. La descripción del "centro de Armenia" es la situación de varias de nuestras ciudades capitales de un tamaño intermedio. No sé si es la necesidad física del rebusque,la intolerable incapacidad de las administraciones locales, la total indiferencia ciudadana, o todas juntas....Necesitamos mejorar en todo, no es posible que una sola parte de la ecuación haga su tarea, no. Lo hacemos juntos, todos o no salimos de este circuito vicioso.
ResponderBorrar