Armando Rodríguez Jaramillo (Armenia - Quindío - Colombia)
Mientras el reloj señala que los sesenta minutos de la seis de la
mañana se agotan en un día laboral cualquiera de una semana más, camino por la peatonal
de la Calle Real de Armenia sintiendo que un aire frio, como recién hecho, invade
mis pulmones y oxigena mi mente. Es la hora del optimismo creativo que nos anima
a enfrentar el día, la hora en la que todo tiene el encanto de lo que comienza.
“Cada día trae su propio afán”
dijo el evangelista Mateo, frase que recordé al ver una bandada de palomas que atravesaba
el Parque de Sucre. Pero aquella mañana no revoloteaban en pos del maíz que algún
generoso vecino les echa. No, aquel día era distinto, iban alineadas en escuadra
para romper su formación al llegar a la esquina de la carrera 14 con calle 13:
unas viran a la derecha, hacia el oriente, bordeando un edificio como de diez
pisos, las otras prosiguen en línea recta, hacia el sur.
Sorprendido por el inusual vuelo busqué el motivo del sobresalto de las
sisellas, comprendiendo que habían hecho una maniobra evasiva para no ser el
desayuno de un aguilucho y sus polluelos. Entonces recordé lo que escribió el
evangelista: “Cada día trae su propio
afán”. Suspiré como paloma sin dejar de pensar como predador, pues el drama
de uno es la satisfacción de la necesidad del otro.
Tres adolescentes en el parque llamaron mi atención. Dos se hallaban sentados
sobre un muro. De repente uno saca una bolsita plástica de su camisa y le introduce
una cucharilla que retira con un polvo blanco que aspira frotándose la nariz. Segundos
después se aleja mirando a ambos lados con aparente calma y satisfacción. Sus dos
compañeros repiten el ritual sin reparar en nada, pues sus cerebros empiezan a recibir
el adormecedor impacto de lo inhalado. A las palomas las perseguía un gavilán,
a los jóvenes un pase de cocaína, ellas lo evadieron, ellos se entregaron. Entonces
recordé lo que escribió el evangelista: “Cada
día trae su propio afán”.
Cien metros adelante me topé con un grupo de ancianos recién
envejecidos que aparentaban años que no tenían. En los rostros de los beodos se
advertía que el día los había sorprendido sin saber cuándo carajo se acabó la
noche. Llevan enchuspada una botella de alcohol barato de la que toman su
último trago mientras filosofan incoherencias de la vida que solo ellos
entienden. Hablan cara a cara, entre tumbo y tumbo, con tufillo a alcohol y
nicotina. Pronto les agarra el síndrome de la botella vacía y desesperados me
piden monedas para comprar un frasco de tapetusa que escurrir en sus maltrechos
hígados. Entonces recordé lo que escribió el evangelista: “Cada día trae su propio afán”.
Entre canecas de basura asidas de los postes un mendigo busca calmar su
hambre. Lame envoltorios de comidas rápidas, escurre la última gota de una
botella de gaseosa y espulga mendrugos de pan y papas mordisqueadas entre
servilletas y otros desperdicios que terminan en el piso para beneplácito de dos
canes callejeros. Luego camina hacia la próxima caneca con sus compañeros de
infortunio. Entonces recordé lo que escribió el evangelista: “Cada día trae su propio afán”.
Por observar la realidad humana, casi me atropellan aparentes obreros
de construcción que fungen de ciclistas. Van oyendo reggaetón en sus celulares
mientras pedalean zigzagueantes evitando obstáculos y dejando a su paso un olor
a marihuana. Entonces recordé lo que escribió el evangelista: “Cada día trae su propio afán”.
En mi camino encuentro empleados de almacenes y porteros lavando
fachadas impregnadas de rancias humedades amoniacales dejadas en la madrugada, coteros
descargando mercancía de un camión y obreros sacando escombros de un local en
remodelación, labores que deben hacer a tempranas horas antes que la actividad
comercial se tome la Calle Real. Entonces
recordé lo que escribió el evangelista: “Cada
día trae su propio afán”.
En las proximidades de la Plaza de Bolívar hay vendedores con chazas, termos
con tintos, panes, buñuelos y almojábanas ofreciendo sus raciones baratas a
madrugadores y amanecidos. Junto a ellos se acomodan minoristas de minutos con celulares
con una banca y un letrero verde viche que reza: “$100 a todo operador”. La
escena la completan almas pías camino a la Catedral a visitar al zarco de
Galileo y lustrabotas que toman tinto a $200 pesos mientras embellecen el
calzado de algún funcionario público. Entonces recordé lo que escribió el
evangelista: “Cada día trae su propio
afán”.
Una fila de personas se hace a la entrada del edificio de la oficina de
impuestos, unos necesitan resolver su situación tributaria, otros son cuidadores
de turnos a cambio de una propina. Casi todos cuentan su caso al vecino de
ocasión y refunfuñan contra la recaudadora de impuestos. A pocos metros un
solista con micrófono en mano pone pistas en un amplificador para interpretar
baladas de los setenta esperando unas monedas por su improvisada habilidad. Entonces
recordé lo que escribió el evangelista: “Cada
día trae su propio afán”.
A pocos metros de allí una mujer de mediana edad es seguida de una
docena de sumisos perros andariegos. En la esquina de la plaza deposita manotadas
de concentrado y saca de una olla comida cocida para que desayunen los canes
abandonados a su suerte. Les habla como a hijos, los regaña y los llama por sus
nombres, y les suministra medicinas a los que juzga enfermos. Entonces recordé
lo que escribió el evangelista: “Cada día
trae su propio afán”.
Pero aquella mañana sobre la Calle Real de Armenia hay unos sujetos a los
que no les interesa lo escrito por el evangelista. Son los casi una decena de
indigentes que a diario amanecen sobre las aceras del marco de la Plaza de
Bolívar, a pocos metros de la estatua del Libertador y frente a las sedes del
gobierno civil y del gobierno eclesiástico. Ellos no dan muestras de querer
iniciar el día pues mientras mantengan los ojos cerrados sus hambres y sus
vidas dormitaran, ellos saben que su realidad comienza cuando la policía los
despierta para que circulen, pues pronto otros vendrán con su afán de cada día a
caminar sobre su duro lecho: la calle.