Es obvio que la de Colombia no ha sido una
selección destacada en los campeonatos mundiales de fútbol. Las estadísticas dicen
que en los quince partidos que hemos jugados en los mundiales de Chile (1962),
Italia (1990), Estados Unidos (1994) y Francia (1998), incluyendo los dos que
llevamos en Brasil, nuestro país ha sumado diez y seis puntos, producto de
cinco partidos ganados, dos empatados y ocho perdidos, con 19 goles a favor y
24 en contra.
Como las estadísticas matan las emociones, Colombia apenas si aparece en la historia
de los mundiales, así estemos soñando con llegar a la final motivados por
las victorias sobre Grecia y Costa de Marfil en Brasil.
Somos un pueblo de olvidos, por eso estamos
condenados a repetir historias trágicas de las que debimos aprender. Recuerdo las
alegrías desbordadas cuando le ganamos el repechaje a Israel que nos clasificó
a Italia en 1990 luego de 28 años de abstinencia mundialista, por aquellas
calendas la locura fue colectiva como colectivo fue el desorden ciudadano.
Luego vino el empate a un gol con Alemania y el paso a la segunda fase del
mundial, y nuevamente la celebración fue un caos nacional a pesar de los
llamados a la cordura para que disfrutáramos de una fiesta deportiva sin
excesos.
Pero como acusamos
comportamientos de barbaros en el triunfo y también en la derrota, en las
eliminatorias para el mundial de Estados Unidos en 1993 tuvimos osadía de
ganarle a Argentina en el Monumental de Nuñez por el abultado marcador de cinco
goles a cero, lo cual desató una gran anarquía nacional que sería la vergüenza
de cualquier sociedad civilizada. Ese día en medio del jolgorio, el
desconcierto y la orgía general, el fútbol despertó lo peor de muchos compatriotas, que
embrutecidos por el licor, dejaron un trágico
saldo de 82 personas muertas y 725 heridas en actos
relacionados con la celebración.
Entonces nos sentimos poderosos y nos jactamos de tener
la mejor selección del mundo, e instigados
por los medios de comunicación y por una dirigencia deportiva que perdió la
proporción de lo que éramos, nos volvimos soberbios y dejamos de lado la
modestia creyendo ciegamente que subiríamos al olimpo de los Ángeles 1994. Pero
la historia le tenía deparado un estruendoso fracaso a esa selección que
habíamos endiosado y que creíamos imbatible, cayendo eliminada sin pena ni
gloria en la primera fase con tan solo un punto conseguido y un maldito autogol
de consecuencias inimaginables. Entonces, de la misma forma como nos
desbocábamos con las victorias, nos descarrilamos con la derrota rumiando
nuestra propia frustración, en medio de otro caos que desencadenó el asesinato
de Andrés Escobar a su regreso a Colombia.
Pasado el mundial de Francia 1998, donde ni sonamos
ni tronamos, nos adentramos en un silencio mundialista por 16 años, tiempo
durante el cual vimos cuatro mundiales por televisión de forma tranquila, sin
pasiones malsanas ni emociones salidas de madre.
Pero una generación de buenos jugadores con recorrido
internacional bajo la orientación de un técnico experimentado nos devolvió la
dicha de regresar a la cita más importante del deporte orbital, dándole la
oportunidad a una generación de colombianos jóvenes de ver por primera vez a su
país en una copa del mundo y brindándonos a los mayorcitos la alegría de revivir
momentos inolvidables. Pero los triunfos de esta maravillosa selección en las
eliminatorias suramericanas presagiaron que no habíamos aprendido a celebrar ni
a controlar las emociones. Y henos aquí,
nuevamente en un mundial, convencido antes de tiempo de que vamos rumbo a las
instancias finales y hasta de que seremos campeones al decir de muchos.
Los festejos y los excesos por los dos triunfos que
llevamos, ya suman varios muertos y cientos de heridos fruto de la
vulgarización del comportamiento ciudadano, la anarquía social y la falta de
autoridad y de gobierno. Y cuando hablo
de autoridad, me refiero a la permisividad de los padres de familia que no
ejercen control sobre sus hijos y a la inoperancia de las autoridades para
restablecer el orden y la organización social.
Muchos de los responsables de los desórdenes son
jóvenes que por primera vez ven jugar la selección nacional en un mundial,
otros son personas de más edad que seguramente también hicieron parte del caos
en los noventa. A los primeros hay que recordarles que ya pasamos por la amarga
experiencia de festejos desaforados que cobraron vidas y muchos heridos, hay
que decirles que se puede celebrar sin exceso de licor, sin violar las normas
de tránsito, sin agredir a nadie, sin dañar los bienes públicos y sin matarnos;
con los segundos hay que ser drásticos pues algunos fueron vándalos ayer, lo
son hoy y lo serán mañana. Pero con todos hay que ejercer el principio de
autoridad sin contemplaciones pues no pocos se creen con patente de corso en
medio del jolgorio, y aquel triste balance de 82 personas muertas y 725 que resultaron
heridas en la fiesta que se armó en 1993 cuando le
ganamos a Argentina, podría ser un pálido reflejo de lo que nos sucedería si es
que avanzamos más allá de octavos de final.
Las
sociedades progresan cuando aprenden de sus errores. La inteligencia
colectiva nos dice que si no cambiamos la forma de expresar nuestras alegrías y
sentimientos nacionalistas motivados por los triunfos de la selección de
futbol, seguiremos avanzando hacia la anarquía y la desintegración social.
Como reza una vieja frase de los católicos ante la
inminencia de hechos trágicos: “Que Dios
nos coja confesados si es que nuestra selección sigue ganando partidos.”