El buen desempeño de
los corredores colombianos en los últimos años en pruebas olímpicas y en
mundiales de ciclismos, así como el renacer de nuestro ciclismo en carreteras
de Europa hizo que desempolvará recuerdos de aquellas Vueltas a Colombia.
Recuerdo de niño que la Vuelta a
Colombia paralizaba al país durante dos semanas. Era el espectáculo callejero
por excelencia, el deporte que todos podíamos disfrutar sin necesidad de comprar
boleto.
Por aquellos años de finales de los
sesenta e inicios de los setenta no había transmisiones en directo de
televisión. Eran las épocas en las que la Cadena Radial Colombiana (Caracol),
Radio Cadena Nacional (RCN) y el Circuito Todelar de Colombia (Todelar), de los
hermanos Tobón de La Roche, se disputaban la sintonía con narraciones noveladas
de lo que sucedía en plena carrera y de los paisajes y poblados por donde pasaban,
por eso no era extraño que nombraban a Buga como “La ciudad señora”, a Tuluá como
“la villa de Céspedes”, a Armenia como “la Ciudad Milagro”, a Sevilla como “la
capital cafetera de Colombia”, a Pereira como “la ciudad de las puertas
abiertas”, a Manizales como “la perla del Ruiz”, a Anserma como “Santa Ana de
los Caballeros”, a Riosucio como “la perla del Ingrumá” y a Medellín como “la
capital de la Montaña”.
Aquellas narraciones hicieron
inmortales al “Campeón” Carlos Arturo Rueda C. en Caracol y a Alberto
Piedrahita Pacheco en RCN, así como a los comentaristas Julio Arrastía Bricca y
Héctor Urrego Caballero que aún nos deleita con sus opiniones. Cómo olvidar
aquellos estribillos de: “Al aire,
conecte, acción. En el aire la parabólica solar de su Caracol habano
transmitiendo desde la carretera y en movimiento que es lo importante”, o
la frase aquella de “porque la experiencia no se improvisa, ché”.
Como muchas de esas transmisiones se
hacían en difíciles condiciones de trabajo y con limitada tecnología, aquellos
rapsodas de los caminos estiraban al máximo la imaginación para llenar cinco,
seis o más horas de transmisión continua manteniendo el interés de los oyentes que
quedábamos como hipnotizados ante los receptores de radio. Años después, cuando
las transmisiones en directo de los tour de I´Avenir y Francia, fue cuando
valoramos en su verdadera dimensión el ingenio de los periodistas deportivos colombianos
para narrar carreras como la Vuelta a Colombia, Cásico RCN, Domingo a Domingo y
la Vuelta a la Costa.
Como todos queríamos tener información
actualizada de la carrera, había unas libretitas de bolsillo en las que anotábamos
lo que sucedía día a día. Estas pequeñas libretas traían hojas para cada etapa
con el perfil de la ruta, sus premios de montaña, metas volantes, poblaciones,
alturas sobre el nivel del mar y distancias. También se anotaba en ellas los
cinco primeros de la etapa y los diez primeros de la general con sus tiempos, además
de la clasificación por equipos, metas volantes y montaña. De esta manera llevábamos
en el bolsillo de la camisa las estadísticas de la carrera como dicen hoy: en
tiempo real.
Los días de la Vuelta a Colombia
llevaba al colegio mi radio transistor Sanyo de cuatro pilas y tres bandas, con
audífonos, estuche y correa de cuero a manera de bandolera que una navidad reciente
me había traído el Niño Dios. El día de etapa en Armenia todos nos poníamos muy
inquietos esperando a que nos dejaran salir para ver la llegada.
A Armenia las etapas casi siempre
llegaban de Cali o Ibagué. Cuando venían del Valle entraban por Tres Esquinas
siguiendo por la carrera 18 al norte para terminar en la Plaza de Mercado,
otras veces viraban por la calle 21 para culminar en la Plaza de Bolívar.
Cuando procedían de Ibagué, ingresaban por la Curva del Diablo, pues no existía
el puente sobre La Florida, cogían por la carrera 12 hasta la Catedral y
giraban en contravía al oriente por la calle 21 hasta la carrera 18, y por esta
en dirección norte a la Plaza de Mercado.
Tres o cuatro horas antes las vías eran
cerradas para el tráfico automotor. En las calles apostaban soldados bordeando
las aceras para evitar que la gente, sobre todo la chiquillada, invadieran las
calzadas. Ya en las calles céntricas cercanas a la meta, ante la ausencia de
barricadas, amarraban manilas de los postes del alumbrado para contener la muchedumbre,
lo que obligaba a los soldados a templarlas y retemplarlas para tratar de
mantener a raya de andén a la multitud. Pero este esfuerzo era en vano, pues
cuando empezaba a llegar la caravana ciclística, todos nos emocionábamos y los
soldados se volvían privilegiados espectadores de primera fila, permitiendo que
las calles se angostaran peligrosamente.
Recuerdo una vez que la etapa venía de
Ibagué con Cochise como líder, y aprovechando que nos soltaron cuando los
ciclistas venían pasando por Cajamarca, decidí buscar acomodo en el sitio de
meta. Entonces, armado con mi Sanyo, me dirigí a la Galería. Sin importarme la
aglomeración existente, me abrí paso por la calle 16 para llegar a la carrera
18, pasando por la plaza mayorista Gabriel Mejía hasta la esquina del café
Ajedrez donde estaba la línea de meta.
Sin saber cómo, entre empujón y
empellón, de pronto me vi en primera fila de observación con la manila mugrienta
a la altura del pecho, y con un soldado a la derecha halando hacia el sur, y
otro, a mi izquierda, templando la cuerda en dirección a San Francisco. Y yo
allí, recibiendo envites y codazos de parte de los que querían tener una mejor
visual. Aguanté en este ajetreo por más de una hora bamboleándome de un lado a
otro entre la gente y la cuerda, hasta que percibimos que se aproximaba la
caravana lo que hizo que todos nos inclináramos hacia adelante sacando la
cabeza con el fin de constatar, carrera 18 abajo, para ver si en realidad venían
los ciclistas, mientras que la masa seguía empujando con fuerza hacia la calle.
Entonces los del ejército respondieron
halando con fuerza bruta la manila lo que produjo una tremenda silbatina y
nuevos empujones una y otra vez hacia la calle hasta que la situación se volvió
caótica e insoportable. Con rapidez corrieron hacia las meta varios policías
con bolillo de palo en mano para reforzar a la soldadesca que se veía
impotente, emprendiéndola contra los que estábamos de primeros. Solo recuerdo
un golpe seco en la cabeza en el preciso instante en que Cochise Rodríguez cruzó
la línea de meta ganando la etapa, luego lo hicieron otros y otros, pero el
aturdimiento y el chichón que empezaba a aparecer me desconcentraron de la
carrera. Nunca más quise volver a ver la llegada en el sitio de meta.
La Vuelta a Colombia volvía las calles
en un barullo ensordecedor pues en cada local comercial, tienda y almacén se
ponía a todo volumen un radio o una radiola que amplificaba a los narradores
deportivos, sonido que se magnificaba con el volumen de los radios transistores
formando un eco ensordecedor. Las primeras señas de que se aproximaba la
caravana era la llegada, una hora antes, de los transmóviles que venían a coger
ubicación, pues los ciclistas al bajar del alto de La Línea lo hacían tan
rápido que los locutores debían adelantarse para llegar antes que ellos a
Armenia y así poder narrar el final de la etapa.
Entre los primeros en arribar estaban
las motos de la policía de carretera abriendo vía, después venían camionetas y
taxis cual talleres rodantes contratados por los patrocinadores de los equipos
con ruedas de bicicleta en la parte de arriba prestos a asistir a sus ciclistas,
luego surgían los carros de las autoridades y jueces de la carrera con luces rojas
y sirenas, detrás hacían su aparición los narradores y comentaristas estrellas
en transmóviles parecidos a las patrullas
de la policía que llamábamos “bolas”, vehículos a los que les hacían un
orificio en la parte superior para que por él se asomara, de la cintura para
arriba, el narrador con cachucha de ciclista, audífonos de diadema, micrófono
en la mano derecha y con la otra puesta sobre la oreja izquierda. Esta era la
señal inequívoca que se aproximaban los punteros, claro está que a esas alturas
ya habíamos tenido que aguantar uno que otro ciclista aficionado que se colaba,
lo que producía el inmediato correteo de soldados y policías para retirarlo de
la calle en medio del abucheo del respetable.
Luego quedaba un silencio misterioso,
expectante, y el corazón palpitaba fuerte en medio de una extraña sudoración.
De pronto se sentía a lo lejos un sonido de multitud que se aproximaba volviéndose
más y más fuerte, parecido a esa sensación que se vive en los estadios cuando
el público hace la ola y uno siente cuando se aproxima y también cuando se
aleja. Era una gritería sorda que emocionaba los espíritus y producía adrenalina
pura, era como saber que se aproximaba una locomotora de gente que te iba a atropellar.
De inmediato todos queríamos dar un paso hacia la calle para ver con nuestros
propios ojos lo que se avecinaba formando verdaderos embudos humanos. Pero ese ruido
tumultuoso era una ilusión pasajera que venía con los ciclistas y seguía tras
ellos como la ola de los estadios.
Era un espectáculo fugaz, dos horas de
empujones y de sol para ver pasar a los héroes de la jornada. Fue así como conocimos
a Martín Emilio “Cochise” Rodríguez, Javier “el Ñato” Suárez, Roberto “Pajarito”
Buitrago, Luis H. Díaz “la bala colombiana”, Carlitos Montoya “la brujita del
Valle”, Gabriel Halaix Buitrago, Rubén Darío Gómez “el tigrillo de Pereira”, Juan
de Dios “Escobita” Morales, Pedro J. Sánchez “el león del Tolima”, Álvaro
Pachón, Miguel Samacá y al ciclista de la tierra Carlos Arturo Gómez. Fueron los
años en los que se dejó de correr por el departamento de origen para darle paso
a patrocinadores como Relojes Pierce, Singer, Postobón, Wrangler Caribú,
Aseguradora Suramericana, Telecom, Café Águila Roja y Edis.
Por esos años se disfrutaba hasta con
los coleros que arribaban con la lengua afuera, ciclista para los que también
había una voz de aliento y un aplauso. Muchos de estos pedalistas no tenían equipo
y participaban gracias al patrocinio familiar o a la generosidad de amigos
cercanos.
No existían podios para las
premiaciones ni cámara de televisión ni lindas modelos, sólo micrófonos y
tumultos. Todos queríamos tocar a los héroes que venían sudorosos y oliendo a
calzoncillo de ciclista. Y cuando la emoción en la meta bajaba, los pedalistas,
con bicicleta en mano, salían a pie para sus hoteles.
Al final de la etapa contábamos una y
otra vez lo que habíamos visto. Por la tarde, al salir del colegio, rondábamos los
hoteles con la ilusión de ver a los ídolos, héroes domadores de los caballitos
de acero como llamaban las bicicletas de entonces. Montábamos guardia frente al
Embajador, Izcay, Palatino, Atlántico e Imperial esperando por nuestros
ciclistas preferidos, esos que en ocasiones se asomaban a las ventanas, de las
que pendían camiseta y calzoncillos en secado, para saludar a sus seguidores.
Épocas aquellas de ciclistas sobre pesadas
bicicletas pedaleando cientos de kilómetros por carreteras que parecían trochas,
deportistas íntegros que corrían motivados más por rivalidades regionales que por
los colores de su patrocinador, que competían con ganas pero sin los medios
para hacerlo, que repartían su tiempo entre el trabajo y las competencias
ciclísticas. Fueron los que abrieron el camino y mostraron la gran capacitada
innata del ciclista colombiano reconocida a nivel mundial.