Creo que no me equivoco en afirmar que Colombia es el único
país dividido por el deseo de alcanzar la paz.
Si aceptamos que el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, un 9
de abril de 1948, fue el inicio de la violencia que se ha enseñoreado de
nuestra patria, tendríamos que admitir que hemos pasado por una dictadura y
quince gobiernos constitucionales sin lograr hacer de la paz un propósito
nacional.
Los colombianos hemos visto desfilar durante seis décadas a diferentes
actores armados: a las guerrillas liberales del Llano comandadas por Guadalupe
Salcedo; al bandolerismo rampante de orígenes conservador y liberal; a grupos
guerrilleros como las FARC, ELN, EPL, M-19, Quintín Lame, PRT y Corriente de Renovación
Socialista; a narcotraficantes, paramilitares, autodefensas, milicias
populares, bacrim y muchos otros en una eterna confrontación con el Ejército
Nacional teniendo la población civil de por medio. Es por este absurdo
conflicto que varias generaciones no conocen el significado de la paz, palabra
formada por tres sencillas letras que encierran un derecho fundamental en cualquier
país medianamente civilizado.
A igual que muchos compatriotas, tengo hijos adolescentes a
los que algún día les dije que la patria ya había pasado por sus peores
momentos y que sin lugar a duda les tocaría una Colombia diferente y en paz,
esa que sus padres y abuelos no habíamos conocido. Hoy, con el corazón en la
mano, me veo ante la penosa realidad de tener que recoger estas palabras por
cuanto debo aceptar que después de intentos como los de La Uribe, la
negociación con el M-19, los diálogos en Tlaxcala y Maguncia, la experiencia del
Caguán y la entrega de grupos de paramilitares y narcotraficantes, la sociedad
colombiana tiene las manos vacías y no pocos sentimientos de odio y dolor.
Hoy asistimos a otro intento de paz en la Habana que ya acumula
19 meses (desde el 18 de octubre de 2012) de negociación con acuerdos en tres
de los cinco temas de la agenda de discusiones. Y mientras el tiempo pasa, los
partidos políticos y sus candidatos a la presidencia en 2014 han hecho de la anhelada
paz su campo de batalla. Antes se acusaba a la guerrilla de ser la promotora de
la guerra, ahora se señala al contradictor político de ser el enemigo de la paz
mientras que nos despedazamos para ver quién gana el derecho de hacer la paz a
su manera. ¡Vaya paradoja!
Al final de este tortuoso camino de 66 años de confrontación
armada tengo claro que como sociedad nunca hemos logrado hacer de la paz un
propósito nacional ni una política de Estado, pues para desdicha nuestra, la
posibilidad de acabar la guerra fratricida que nos agobia la entendemos como un
programa de gobierno, y lo que es más grave aún, como un objetivo electoral.