Armando Rodríguez Jaramillo
Armenia (Quindío - Colombia), 06 de enero de 2014
Empezando el año 2014 fuimos sorprendidos con la noticia de la muerte
de Helio Martínez Márquez, patriarca conservador nacido en Filandia (Quindío) cuando
recién despuntaba el siglo XX (1915), calendas por las que las aldeas de
entonces hacían su tránsito a municipios con una dinámica nunca antes vista en
este territorio.
A Helio lo vi y lo pensé: Lo vi porque su figura era impactante,
parecía una estatua viviente de voz estentórea que no necesitaba de micrófono
para que su oratoria retumbara; lo vi porque era imposible no verlo, su
presencia inspiraba respeto y autoridad moral; lo vi porque con su tez blanca y
ojos claros, su porte alto, su cabello cano y su rígida mirada hacían que uno pensara
que estaba ante un ciudadano de la antigua hélade. Lo pensé porque siempre fue radical
en sus posiciones, por lo que algunos lo tildaron de sectario -pero qué político no tuvo visos de
sectarismos en la Colombia que antecedió a los años setenta-; lo pensé porque fue un defensor y
practicante de la civilidad, más aún cuando la cívica y la urbanidad fueron abandonadas
por profesores y padres de familia; lo pensé porque siempre levantó la voz para
hablar de orden con una profunda convicción católica y con pensamiento conservador,
ese que sus copartidarios olvidaron.
Sólo tuve la satisfacción de escucharlo y de leerlo, pero no la experiencia
del trato directo ni mucho menos una relación de amistad. La primera vez que me
encontré con él fue cuando en algunos ciudadanos del Quindío nos reuníamos para
discutir propuesta ciudadanas para presentarle a la Asamblea Nacional
Constituyente de 1991. Aquellas reuniones las hacíamos en la Sociedad de
Mejoras Públicas o en el antiguo recinto del concejo municipal que quedaba detrás
del edificio de la Alcaldía (calle 23 entre carreras 16 y 17), lugar al que
llegaba con la paciencia de los decanos el entonces septuagenario Helio
Martínez Márquez a escuchar y exponer su pensamiento, haciéndonos caer en
cuenta que no éramos más que ciudadanos con buenas intenciones pero con limitados
conocimientos sobre el Estado y su funcionamiento, neófitos de lo que significaba
la Constitución Política y el ordenamiento jurídico de la nación.
Oyendo sus planteamientos supimos que no entendíamos lo que queríamos
cambiar y que desconocíamos el devenir histórico-político que llevó a las
reformas constitucionales de Alfonso López Pumarejo (1936) que permitió que
todos los hombres mayores de 21 años votaran sin importar que no supieran leer
y escribir, la del general Gustavo Rojas Pinilla (1954) que le dio cédula de
ciudadanía a la mujer reconociéndole su derecho al sufragio; las de 1957 y 1958
que establecieron el Frente Nacional, la de Carlos Lleras Restrepo (1968) que reglamentó
la competencia electoral entre partidos y, finalmente, la del gobierno de
Belisario Betancurt (1986) que introdujo la elección popular de alcaldes.
Sus alocuciones de entonces, con una elocución que ya no tienen los políticos
de ahora, tenían la contundencia de quién se formó como abogado y se moldeó en
el ejercicio de la política; la experiencia de quien fuera secretario de
gobierno y alcalde de Armenia, gerente de EPA, concejal de Armenia, diputado y secretario
de Educación de Caldas; la dicción del escritor, periodista y columnista de El Colombiano, La Patria de Manizales, El País de Cali, El
Siglo de Bogotá y La Crónica del Quindío. Nos hablaba el hombre que había presenciado
en vida los avatares de cinco reformas constitucionales en un país
convulsionado por las luchas partidistas. Lo escuchábamos un grupo de jóvenes
inquietos queriendo participar en la construcción de un país que creíamos
excluyente, desigual e inequitativo, pero que desconocíamos a montones.
Luego lo vi en 1991 como candidato a la gobernación del Quindío haciendo
proselitismo en las calles de Armenia en la primera elección de gobernador por
voto popular compitiendo contra Ancízar López
López, Oscar Loaiza Piedrahita, Belén Sánchez Cáceres y Mario Gómez Ramírez.
Después lo encontraba con frecuencia caminando por las aceras del centro y en
derredor de la plaza de Bolívar mirando la ciudad con ojos de centinela. Siempre
leí sus artículos publicados en La Crónica del Quindío que hablaban de civilidad
y recordaban apartes de nuestra historia. Por último, me alegré cuando el 14 de
octubre de 2010 recibió, de manos de la alcaldesa Ana María Arango Álvarez, la
máxima condecoración que otorga la ciudad de Armenia: El cordón de los
Fundadores.
Sólo me resta decir que se fue uno de los políticos de antes, testigo
los últimos 98 años de historia de una ciudad, que como Armenia, cumplió 124. A
él le tocó la transformación de Armenia, la llegada del ferrocarril, el auge de
la actividad cafetera que convirtió a la ciudad en un enclave económico, los
tiempos del coronel Barrera Uribe, la muerte de Gaitán y los sucesos del 9 de
abril cuando el comercio de la ciudad fue saqueado, la caída del gobierno de
Laureano Gómez y la dictadura del general Rojas Pinilla, la violencia
partidista que azoló nuestros campos, el Frente Nacional, la creación del
departamento del Quindío, los caciques y gamonales que dominaron nuestra
política, las últimas bonanzas y la crisis del café, la elección popular de
alcaldes y gobernadores, los dineros del narcotráfico en la política, los
magnicidios, la decadencia del civismo, las empresas electorales, la debacle de
los partidos y el fatal deterioro de la política.