Armando Rodríguez Jaramillo
Armenia (Quindío - Colombia),15 de enero de 2014
El Quindío es un departamento cuyo modelo de desarrollo se forjó en
otros tiempos, cuando el café era la columna vertebral de la economía
colombiana, tiempos en los que las decisiones macroeconómicas se hacían con
base en las necesidades de la caficultura, tiempos en los que las exportaciones
de la nación estaban dominadas por la rubiácea, tiempos en los que el
desarrollo de las zonas productoras del grano se hacían con recursos de la
Federación Nacional de Cafeteros, tiempos en los que el café era insustituible.
Recién despuntaba el siglo XX, ante la demanda de café en las bolsas de
Nueva York y Londres, las siembras del bebestible se fueron diseminando por la
región desplazando cultivos de cacao, caña panelera, pastos y tabaco. Luego
vino el ferrocarril en 1927 y Armenia se convirtió, por cerca de tres décadas, en
centro de acopio de la producción cafetera del sur del entonces departamento de
Caldas y de algunos municipios del norte del Valle del Cauca, Tolima y Huila, y,
por razones obvias, en el mayor centro de trilla y despacho de grano de
exportación hacia el puerto de Buenaventura aprovechando el transporte
ferroviario.
Esto dinamizó de forma significativa la economía local y atrajo sedes
bancarias y sucursales de compañías comercializadoras del grano, nacionales y
extranjeras, y a varias empresas manufactureras que convirtieron la pequeña
ciudad en un dinámico enclave industrial y comercial.
Pero este desarrollo empresarial no tardó en entrar en declive a
consecuencia de los deficientes servicios públicos domiciliarios existentes,
los sucesos del 9 de abril de 1948 y la violencia política que asoló la región.
Luego sobrevino el ocaso del sistema ferroviario que terminó desestimulando lo
que quedaba del desarrollo manufacturero y financiero. No obstante, la
caficultura continuó siendo el motor del desarrollo regional llegando la
bonanza de los años setenta, las nuevas variedades y los sistemas de siembra a libre
exposición que trajeron consigo años de prosperidad. El modelo cafetero se
consolidó y su institucionalidad suplantó al Estado asumiendo como suya la
inversión que éste debía hacer en vías, acueductos, electrificación, salud y
educación.
Pero sobrevino la ruptura del Pacto del Café en 1989 y la crisis del
grano se nos vino encima afectando el poder adquisitivo de la población, la
capacidad de inversión de la Federación y la calidad de vida en la región. Todo
en el Quindío cambió, y aunque aparecieron otras actividades como el turismo y la
agroindustria, estas nunca sustituyeron la importancia del café. Veinticinco
años después los cafeteros siguen reclamando el statu quo que tenían y exigiendo que si el precio del café no les
es rentable el Estado los subsidie distribuyendo sus pérdidas entre todos los
colombianos.
Después de cinco lustros de navegar en la crisis conocemos de sobra lo
que no debemos hacer, porque lo hemos ensayado una y otra vez sin resultados, lo
que nos pone frete al reto de tener que reinventar el modelo de desarrollo de
la región, pues no es factible competir en el complejo mundo del siglo XXI intentando
hacer lo mismo que hacíamos en el XX. ¿O será que acaso nuestro principal
problema radica en la poca capacidad reinvención?