Acordábamos permanecer con los ojos
cerrados para sorprender al Niño Dios cuando llegara: «si tú te duermes yo te aviso cuando llegue» era la promesa cómplice de cada uno.
La navidad es una época especial del año donde abundan alegrías y nostalgias, recuerdos y relatos. De ella todos tenemos microhistorias cargadas de vivencias que forman tradiciones y costumbres que entretejen la historia colectiva, la historia de nuestras navidades. Así que en este diciembre viajé por los caminos de mi propia microhistoria hasta retroceder cinco décadas y algo más, y aunque los tiempos han cambiado, la navidad sigue siendo la ocasión ideal para reencontrarnos con amigos y familiares, revivir tradiciones, volver a degustar la cocina de la abuela, expresar sentimientos y dar presentes a los seres queridos.
En las páginas de mi microhistoria se dice que los jolgorios navideños empezaban con los alumbrados del 7 y 8 de diciembre en honor a la Inmaculada Concepción de la Virgen María, días en los que se prendían velitas y se quemaba pólvora para dar la bienvenida oficial a la navidad. Con parafina derretida pegábamos velas en el andén y las prendíamos con cuidado para que no apagaran, luego quemábamos totes, velitas romanas, chorrillos o busca niguas, sirenas y hasta papeletas, sin olvidar la elevada de globos con toda su parafernalia y la armada de bolas de cera entre amigos. Con todo esto gozábamos enormemente.
Como preparación para el nacimiento
del Niño Dios, seguían los rezos de novenas y villancicos con sus
jaculatorias y cánticos de sonsonetes pegajosos. Por esos días nos
entreteníamos jugando a los aguinaldos para lo cual se echaba en una
bolsa papelitos con nuestros nombres, que luego sacábamos para saber a quién le
dábamos un presente. Otras veces recurríamos a juegos como «pajita en boca», «dar y no recibir» y «preguntar y no responder», tocándole al perdedor pagar con un
obsequio.
Aquel veinticuatro.
Así, entre rezos, cantos y juegos, llegaba al esperado veinticuatro de diciembre. A esas alturas ya sumábamos varios días pidiéndole al Niño Dios lo que deseábamos, razón por la cual estábamos ñatos de esperar el tan anhelado día. El ambiente se empezaba a calentar con la llegada a la casa de los abuelos de tíos y primos que venían de otras ciudades a pasar la navidad. Años después, cuando estos faltaron, las reuniones fueron en casa y nuestros padres empezaron a tomar el lugar de los abuelos y nosotros el papel de padres, relevo generacional que marca el camino de la vida.
El rezo de la última novena precedía la noche más esperada. Todo era bullicio y frenesí. Los niños corríamos jugando entre el patio, la sala y la calle, mientras que los adultos departían haciendo bromas, cantando, tomando aguardiente y comiendo viandas cargaditas de colesterol: costilla, chicharrón, chorizos, morcilla, pernil, lomo de res, patacones, arepas y ají. Y entre ida y venida del patio a la calle, parábamos en la sala para comer algo y de pasó probar una pisca de aguardiente haciendo gestos y caras de desagrado, pues por esos tiempos no era mal visto que a los menores nos dieran una pruebita de ese anisado.
Justo antes de la media noche, cuando la ansiedad y la alegría llegaban a su punto máximo, los grandes se paraban, nos ponían un suéter y salíamos a Misa de Gallo, celebración litúrgica que se hacía para celebrar el nacimiento de Jesús y en la que las mamás asistían con velos en la cabeza y los papás, disimulando su borrachera, rezaban con picardía y comulgaban con tufo a aguardiente y aliento a chorizo y chicharrón. Qué contrastes, fiesta y misa al unísono, y vaya uno a saber si el mismísimo sacerdote estaba en condiciones similares a las de los devotos feligreses.
Luego de la misa, regresábamos con cara de pasmados para reiniciar la fiesta. Ellos, los adultos, continuaban en lo suyo, fingiendo estar en una noche de fiesta como cualquiera, y nosotros, los niños, en medio de una espera que parecía no inmutarlos. Pasada la medianoche, las primeras horas del veinticinco se iban consumiendo hasta que nuestros padres decidían que era hora de ir a la casa. Eran momentos de tensión y ansiedad. Ya en nuestros cuartos, nos poníamos la piyama y a la cama con un teatral beso de buenas noches, o de buenos días, que para la hora daba lo mismo. Ya solos y a oscuras empezaba a cuchichear con mi hermano pensando en los regalos y acordando permanecer con los ojos cerrados para sorprender al Niño Dios cuando llegara: «si tú te duermes yo te aviso cuando llegue» era la promesa cómplice de cada uno. Como luego de una noche de juegos, excitación y vigilia los minutos parecen horas, rápidamente nos doblegaba la fatiga y caíamos dormidos.
Este momento era aprovechado por nuestros padres, que habían esperado con sigilo a que nos fundiéramos para suplantar al Niño Dios y dejar los regalos en la parte de abajo de las camas, y santo remedio.
En la mañana del veinticinco, el primero que abría los ojos despertaba al otro para rasgar papeles de regalo y ver sus contenidos. A pocos minutos, por no decir que al instante, entraban ellos con cara de sorpresa para sentarse en la cama con una sonrisa maliciosa gozando de nuestra alegría. Años más tarde, siendo padre, me di cuenta de que no sé qué produce más alegría, si recibir un regalo del Niño Dios o fungir de Niño Dios y ver a los hijos destapar regalos.
¡Qué hermosos fueron esos momentos que nos acompañan por el resto de la vida!
14 de diciembre de 2021
Armando Rodríguez Jaramillo
arjquindio@gmail.com / @ArmandoQuindio