Armando Rodríguez Jaramillo
Armenia (Quindío - Colombia), 23 de diciembre de 2013
Los jolgorios navideños empezaban con los alumbrados del 7 y 8 de diciembre en honor a la Inmaculada Concepción de la Virgen María, días en los que se prendían las velitas y se practicaba la luminosa y explosiva costumbre de quemar pólvora, tradiciones que significaban la bienvenida oficial de la navidad. La pegada de las velitas en el suelo con parafina derretida, la encendida de pabilos cuidando que el viento no los apagara, la pólvora, los globos y, al final, la recogida de esperma caliente para hacer bolas de parafina era con lo que gozábamos esas noches.
Como preparación para el nacimiento del Niño Dios, seguía el rezo de
las novenas y los villancicos con sus repetitivas jaculatorias y cánticos de
sonsonetes pegajosos. En los mismos días del novenario nos ocupábamos de los
aguinaldos, costumbre que consistía en dar un regalo a aquellas personas que
estimábamos. Para hacer más ameno el momento y ante la dificultad de darle
regalo a todos los amigos, jugábamos a los aguinaldos poniendo en una bolsa nuestros
nombres escritos en papelitos, que luego sacábamos uno por uno para saber a
quién había que darle regalo. Otras veces recurríamos a jugar cosas como
“pajita en boca”, “dar y no recibir” y “preguntar y no responder”, tocándole al
perdedor pagar la apuesta con un obsequio.
Así, entre rezos, cantos y juegos, llegaba al esperado veinticuatro de
diciembre. A esas alturas ya llevábamos varios días, semanas quizá, pidiéndole
al Niño Dios lo que queríamos nos trajera, razón por la cual estábamos ñatos de
esperar el tan anhelado día. El ambiente se empezaba a calentar con la llegada
de tíos y primos que venían de otras ciudades a pasar la navidad en casa de los
abuelos. Años después, cuando estos faltaron, las reuniones fueron en casa y
nuestros padres empezaron a tomar el lugar de los abuelos, transición
generacional que continúa.
El rezo de la última novena precedía la noche más esperada. Todo era
bullicio y frenesí. Los niños corríamos jugando entre el patio, la sala y el
andén, mientras que los adultos en la sala departían a carcajadas, haciendo
bromas, cantando, tomando aguardiente y comiendo viandas cargaditas de colesterol:
costilla, chicharrón, chorizos, morcilla, pernil, lomo de res, patacones,
arepas, tomate y ají. Y entre ida y venida del patio al andén, parábamos en la
sala para comer algo y de pasó embutirnos un minitraguito de aguardiente con
gestos y caras horribles, pues por esos tiempos no era mal visto que nos dieran
la pruebita diciéndonos en medio de chanzas: se lo toma o se lo unto, si lo
primero, aplaudían, si lo segundo, nos lo regaban en la cabeza.
Cuando la alegría estaba en su punto máximo, justo antes de la media
noche, los grandes se paraban, nos ponían un abrigo y salíamos a Misa de Gallo,
celebración litúrgica que se hacía para recibir la navidad y en la que daba
risa ver aquella noche de jolgorio a las mamás con velos en la cabeza y a los
papas, borrachitos por demás, rezando con cara de picardía y comulgando con
tufo a aguardiente y chicharrón. Qué contrate: fiesta y misa al unísono, y vaya
uno a saber si el mismísimo sacerdote estaba en condiciones similares a las de los
devotos feligreses.
Regresábamos a casa con cara de pasmados para reiniciar la fiesta.
Ellos, los adultos, continuaban en lo suyo fingiendo estar en una noche como
cualquiera, y nosotros, los niños, en medio de una desesperante espera que
parecía no inmutarlos. Las primeras horas del veinticinco se iban consumiendo
hasta que nuestros padres se levantaban para irnos a casa. Eran momentos de
tensión y ansiedad. De inmediato nos poníamos pijamas y a la cama, recibiendo
un teatral beso de buenas noches, o de buenos días que para la hora daba lo
mismo. Ya a oscuras empezaba a cuchichear con mi hermano preguntándonos por los regalos y poniéndonos
de acuerdo para hacernos los dormidos y sorprender la Niño Dios cuando llegara:
si tú te duermes yo te aviso cuando llegue el Niño era la promesa cómplice de
cada uno. Como luego de una noche de juegos, excitación y vigilia los minutos
parecen horas, rápidamente íbamos cayendo dormidos doblegados por la fatiga.
Este momento era aprovechado de forma estratégica por nuestros padres
que estaban esperando con sigilo que nos fundiéramos para suplantar al Niño
Dios y dejar los regalos en la parte de abajo
de las camas, y santo remedio.
En la mañana del veinticinco, con ojeras en el rosto, el primero que se
despabilaba despertaba al otro y empezábamos a rasgar papeles para descubrir los
obsequios. A pocos minutos, por no decir que al instante, entraban nuestros
padres con cara de sorpresa y se sentaban en la cama con una sonrisa maliciosa gozando
con nuestra alegría. Años más tarde, siendo padre, me di cuenta que no sé qué
produce más alegría, si recibir un regalo del Niño Dios o fungir de Niño Dios
para ver a nuestros hijos destapar regalos.
Aquellas mañanas del veinticinco de diciembre no
nos cambiábamos por nadie probándonos la ropa y estrenando juguetes, mientras mostrábamos lo que nos había regalado el hijo
de José y María. En
fin, fueron tiempos diferentes con encantos diferentes.