Armando Rodríguez Jaramillo
Armenia (Quindío-Colombia), 12 de septiembre de 2013
Uno de los
temas de ciudad más complejos de tratar es el derecho al uso y disfrute del
espacio público o el derecho que muchos invocan de uso e invasión del mismo.
Dejando de lado lo normativo, es claro que lo público es el espacio de todos y
a su vez el espacio de nadie. El espacio público es por antonomasia un bien
colectivo, es decir, que nos pertenece a todos. Pero si es un bien colectivo,
¿por qué es escenario de conflictos?
La presión
sobre el espacio público se concentra en las zonas de mayor afluencia de
personas (centros urbanos y vías de gran circulación). Esto hace que muchos vean
en estos sitios una oportunidad para generar ingresos, y como en todo, mientras
unos se rebuscan vendiendo baratijas o cuidando carros, otros se aprovechan poniendo
a los más fregados a ofrecer sus mercancías. En fin, se venden y se compran
toda clase de productos: cacharro, ropa, chanclas, comida, revuelto, dulces,
llamadas, discos piratas, cuerpos, droga y cuanta cosa legal o ilegal uno se
imagine.
En parte el
problema radica en lo que cada cual piensa de lo público. Para un ciudadano educado
y con trabajo estable el espacio público es un lugar para transitar, conversar
o recrearse; para un desempleado es el sitio donde se puede levantar algunos
pesos; para ladronzuelos, mendigos y prostitutas es donde sobreviven; y para un
oportunista es el lugar del que se apropia para su beneficio personal. En la
ciudad de la anarquía cada uno lo interpreta a su manera defendiéndolo a capa y
espada sin consideración alguna con los demás.
Entonces, en
medio de este caos, en las ciudades colombianas se ensaya una y otra vez lo que
una y otra vez no ha dado resultado. Las iniciativas son las mismas aquí y
acullá, y los fracasos son iguales aquí y en Cafarnaúm. La receta patentada inicia
con un censo y caracterización de vendedores informales, luego se anuncia una carnetización
que nunca se hace, se dice que el problema radica en que muchos son de otras
ciudades, se denuncia la existencia de cárteles o mafias del espacio
público, se señala a los vendedores de
productos piratas y de contrabando, y se hacen operativos esporádicos de
desalojo que terminan en enfrentamientos entre policía y vendedores.
Y cuando las
cosas empeoran, se le echa la culpa a los ciudadanos diciendo que si no hubiera
compradores no habría vendedores informales con lo cual el problema se torna de
responsabilidad de todos y de nadie, se cita a los voceros de sindicatos o
asociaciones de vendedores a dialogar con la autoridades y se culmina con la
solución definitiva: el traslado de los informales a un centro comercial
popular o a un lote donde poco se vende. Todo esto pasa y vuelve a pasar hasta
que llega un nuevo gobierno al que se le ocurre la idea de un censo para caracterizar
y carnetizar a los vendedores informales.