Reflexiones sobre la administración pública y la competitividad local

Armando Rodríguez Jaramillo
Armenia (Quindío-Colombia), 2 de septiembre de 2009

En las últimas décadas la competitividad irrumpió con inusitada fuerza en el escenario mundial volviéndose un tema obligado de gobernantes, dirigentes gremiales, empresarios, académicos y estudiantes. Mucho se habla, y en no pocas ocasiones se especula, en torno a la competitividad, prueba de ello es la abundancia de complejos textos saturados de tecnicismos, amén de no pocos términos importados del idioma inglés sin recato alguno.

Variopintas son las definiciones de competitividad y numerosas las referencia sobre el particular; no obstante, sin pretender desconocer los valiosos aportes de reconocidos especialistas, prefiero, en temas tan confusos, partir de lo elemental para avanzar a lo complejo. El diccionario de la Real Academia Española de la Lengua –RAE- trae para competitividad dos acepciones: “capacidad de competir” y “rivalidad para la consecución de un fin”. Entonces: ¿Qué es competir? Al respecto el mismo diccionario dice de competir: “Dicho de dos o mas personas: Contender entre sí, aspirando unas y otras con empeño a una misma cosa”. Y como una definición conduce a otra, de “contender”, palabra usada para definir competir, el RAE, entre sus acepciones, trae: “pelear, batallar, disputar, etc.

Así las cosas, se puede decir que “competitividad es la capacidad que tienen dos o más rivales de competir por un propósito común”, definición aplicable en cualquier de las actividades del hombre, aunque el concepto no necesita de explicación alguna cuando de disciplinas deportivas se trata.

Esta sencilla definición, construida con la ayuda del diccionario, nos permite avanzar hacia dos dimensiones de la competitividad, complementarias entre sí, yuxtapuestas si se quiere, pero de ninguna manera excluyentes. Me refiero a la competitividad territorial o de región y a la empresarial o de encadenamiento productivo. Y hago hincapié en esto, por cuanto es común escuchar de políticos, tecnócratas y académicos aludir en forma indiscriminada a regiones competitivas y a empresas competitivas dejando la apariencia de sinonimia, lo cual nos pone ante la obligación de aclarar ambos términos.

La interpretación del actual escenario mundial del desarrollo, pasa, en primer lugar, por entender la transformación que sufrió en las últimas décadas la noción de territorio al cambiar la tradicional concepción del Estado-nación por la del Estado-región, reivindicando de esta manera a aquellos territorios subnacionales que por sus características comunes presentan identidades particulares; y en segundo lugar, por el también cambio en la noción de distancia (siempre expresada geográficamente con base en unidades de longitud), en razón a los avances tecnológicos de las comunicaciones y a los procesos de globalización, lo que permitió acuñar la frase de “la aldea global” en referencia directa al empequeñecimiento virtual del planeta.

La acostumbrada organización del Estado agrupando territorios con diversidad de climas, dotación de recursos naturales, infraestructuras, etnias y culturas, hoy está siendo reemplazada por miradas subnacionales, por interpretaciones del Estado-nación como la suma de Estados-regiones con características comunes que facilitan procesos de desarrollo. Estamos entonces frete a la necesidad de crear nuevas formas de organización territorial y novedosos canales de comunicación entre el Estado y sus regiones, so pena de padecer reivindicaciones autonómicas y posibles casos de desmembración territorial como sucedió en la Europa Oriental luego de desaparición de la URSS.

Por consiguiente, hoy se acepta que son las regiones, y no las naciones, las que son competitivas. Basta con otear el territorio nacional para comprobar esta afirmación: No es Colombia la competitiva para producir banano, es Urabá y algunas zona del departamento del Magdalena por sus tierras, clima, paquetes tecnológicos, sistemas empaques, manejo postcosecha, canales de comercialización y acceso a puertos; no es Colombia la competitiva para producir flores, es la Sabana de Bogotá y Rionegro con su infraestructura de invernaderos, sistemas de riego, investigación genética y agrícola, especialización de la mano de obra, red de frío y cercanía a aeropuertos internacionales (El Dorado y José María Córdoba) que hace posible la exportación a Europa y Norteamérica; no es Colombia la competitiva en la industria de la caña de azúcar, es el Valle del Cauca con sus tierras planas y mecanizables, sistema de riego, red de caminos, centros de investigación, maquinaria especializada e infraestructura fabril para producir azúcar, alcoholes y demás productos derivados de la caña. Lo mismo se podría decir del café, ganadería, industria láctea y otros muchos productos nacionales.

Así las cosas, las regiones tienen una serie de ventajas que inciden sustancialmente en sus opciones de desarrollo, ventajas que los estudiosos han clasificado en: comparativas y competitivas. Las ventajas comparativas de un territorio se fundamentan en la dotación de recursos naturales y en su ubicación geográfica con respecto a centros de consumo, sistemas de comunicaciones y rutas de comercialización. Las ventajas competitivas, por su parte, se fundan en características como: infraestructura de transporte, coberturas de servicios públicos domiciliarios, seguridad, salud y educación, centros de investigación y tecnología, conectividad, sistema de ciudades, estructura tributaria, seguridad jurídica, institucionalidad pública y privada, redes empresariales, credibilidad y legitimidad de los gobiernos y autoridades locales, ecosistema sanos y productivos y calidad del talento humano.

Por lo general, las plataformas productivas de las regiones están en función de sus ventajas, siendo el predominio de unas o de otras lo que define el tipo de desarrollo local. El uso de las ventajas comparativas y competitivas en una determinada región marca la diferencia entre territorios exportadores de materias primas y productos poco elaborados (su desarrollo se finca en las ventajas comparativas) y territorios con exportaciones que incorporan mayor tecnología, valor agregado y un tipo de gerencia más eficiente.

El ejemplo clásico de las regiones que basan su economía en ventajas comparativas es el de los mercados de los “commodity”, término tomado del inglés que hace referencia a aquellos productos que son provistos sin una gran aportación de valor en el mercado y su precio está determinado por su demanda sin importar quién lo provea, tal es el caso de las exportaciones sin transformación de la mayoría de productos agropecuarios y minerales como materia prima para los países industrializados. Colombia es un exportador tradicional de estos productos (café, banano, frutas, carbón, oro, petróleo, etc.) y el Quindío no ha sido ajeno a esto.

De ahí que las regiones que impulsan la creación de ventajas competitivas tienen mayor probabilidad de ser competitivas que las regiones que solo aprovechan y explotan sus ventajas comparativas, tesis que conduce obligatoriamente a dos interrogantes fundamentales: ¿Qué es una región competitiva? y ¿Se compite contra qué y para qué?

Este entresijo nos obliga a retomar las mentadas dimensiones de la competitividad (en lo territorial y empresarial) para precisar algunas de sus características. La primera corresponde al territorio propiamente dicho y su contenido, y la segunda a las empresas instaladas en él que forman aglomeraciones en cadenas productivas. Ahora bien, si las empresas le apuestan a la competitividad con el fin de poner bienes y servicios en un determinado mercado y permanecer sobre sus competidores (otras empresas con productos similares), entonces las regiones compiten entre si por atraer inversión y empresas a su territorio, he aquí la diferencia fundamental. En consecuencia, una región con buena infraestructura de comunicaciones y de servicios públicos, razonable estructura tributaria, seguridad, buena cobertura en educación y salud, gobiernos legítimos y articulados con la institucionalidad privada, conectividad, talento humano calificado, centros de ciencia, tecnología e innovación y muchas otras cosas más, tendrá mayor probabilidad de atraer inversión que las regiones que carezcan de estos atributos.

Dicho esto, pareciera que el camino está despejado para las regiones con ventajas competitivas; sin embargo, no es suficiente tenerlas para que un territorio sea centro de atracción de negocios e inversiones. Antes bien, es esencial, además de las características mencionadas, la presencia de líderes con visión, que sepan con claridad meridiana hacia donde orientar los esfuerzos colectivos. Es preciso que la dirigencia regional tenga la capacidad de observar el escenario global para detectar las oportunidades que se presentan con cabal conocimiento del potencial de su territorio y de las fortalezas de su talento humano. He aquí un elemento fundamental para transitar por la ruta del progreso, pues si bien es importante que un territorio cuente con infraestructura y recursos naturales, es mucho más relevante que tengan gobiernos con liderazgo, capaces de visionar futuro y dirigir procesos.   

En el caso particular del Quindío, por su ubicación, variados climas, buenos suelos, abundante oferta hídrica y su megabiodiversidad; así como por su infraestructura vial, aeropuerto, ferrocarril, conectividad, cobertura en servicios públicos, cercanías entre cabeceras municipales, prestación de servicios de educación y salud, oferta universitaria, seguridad y muchas otras cosas, ostenta una plataforma territorial con potencial para diversas actividades productivas. Sin embargo, la región mantiene una alta dependencia del cultivo del café y, en menor grado, de otros renglones agropecuarios como plátano, yuca, cítricos, ganadería y algunos frutales; en lo agroindustrial no se ha consolidado una base empresarial robusta a pesar de la presencia de algunas empresas procesadoras de frutas y transformadoras de guadua; la manufactura de confecciones decayó significativamente en los últimos años; el desarrollo industrial es incipiente sobresaliendo la fabricación de muebles, metalmecánica y curtiembres; la consolidación de la zona franca avanza lentamente; el turismo, sector de rápido desarrollo en los últimos años, requiere de nuevos productos aprovechando el Centro Metropolitano de Convenciones y la internacionalización del aeropuerto El Edén; el desarrollo del software y tecnologías afines es prometedor; las artesanías, aún tienen camino por recorrer y la actividad comercial sigue siendo la de mayor dinamismo en la región.

En medio de este panorama, y con el propósito de competir con productos de clase mundial en los mercados internacionales, en el año 2008 se creó la Comisión Regional de Competitividad del Quindío y se formuló el Plan Regional de Competitividad. A través de este instrumento de planificación se construyó la visión competitiva del Departamento al 2032 y se enunciaron seis objetivos estratégicos con un portafolio de 51 iniciativas de proyectos de los sectores definidos en la Agenda Interna que fueron presentados por los empresarios y las entidades públicas, privadas y académicas que participaron en su formulación.

El Plan Regional de Competitividad puso a los quindianos en una disyuntiva: hacer el esfuerzo, difícil por demás, de idear estrategias, crear mecanismos y conseguir los recursos necesarios para ejecutarlo o, en su defecto, no hacer nada, dejando que el plan se convierta en un documento de referencia y consulta sobre la forma en que pensamos el desarrollo al final de la primera década del siglo XXI.  Esta segunda opción, de ser seleccionada, estaría concatenada con una dificultad sociológica que al parecer tenemos los quindianos y que nos impele a formular planes de buena factura para luego amilanarnos ante su necesaria ejecución. Así lo hicimos con el Plan de Desarrollo Agrícola Integrado de la Cuenca del Quindío en 1987 fruto de la cooperación internacional entre la JICA del Japón y la CRQ, con la formulación del Plan de Desarrollo departamental en 1993 que contó con el acompañamiento del CIDER de la Universidad de los Andes, con el Plan Quindío 2020 en el que participaron miles de quindianos, con el Plan Departamental de Ciencia y Tecnología, con el Plan de Turismo Quindío: Destino Turístico del Nuevo Milenio, con el Plan Exportador, con el Plan de Descontaminación de Aguas Residuales, con el Plan de Ordenamiento y Manejo de la Cuenca del río La Vieja y lo hemos repetido con los aproximadamente diez planes de desarrollo que desde 1994, año en el que fue promulgada la ley 152 o del Plan de Desarrollo, han formulado las diferentes  administraciones del departamento y municipio de Armenia.

Ciertamente que los antecedentes de planes no ejecutados o realizados parcialmente son extensos, documentos que actualmente cumplen con el rol de ser referentes históricos sin haber contribuido a cambiar de forma significativa el destino del Quindío. Y lo más grave aún, es que además del tiempo perdido, luego haber avanzado en estos ejercicios de planificación, los quindianos ignoramos hacia donde es que debemos orientar nuestros esfuerzos para lograr el tan anhelado desarrollo regional.

¿En que parte de nuestro complejo comportamiento se haya la respuesta de por qué no logramos pasar de la propuesta a la acción?, sería la pregunta obligada. Me gustaría tener argumentos al respecto, pero no los tengo. Es posible que no haya una respuesta, sino que sean varias las razones con igual número de soluciones. Seguramente que son muchas las tuercas y arandelas que se tienen que ajustar en nuestra compleja organización social; sin embargo, y sin desconocer que la competitividad depende de muchos factores, creo que la organización del estado representado en los municipios y departamento, su estructura administrativa y el pensamiento que los partidos y movimientos políticos locales tienen sobre el desarrollo regional, juegan papeles fundamentales en la superación nuestros problemas, pues es evidente que son los gobiernos los encargados de crear sinergias, aglutinar voluntades, mostrar caminos viables y mañanas factibles, liderar procesos y ser animadores permanentes del colectivo social en pos de un objetivo de desarrollo.

Y es que la organización de las entidades territoriales no está concebida para promover la competitividad en la región e impulsar procesos de desarrollo, ni mucho menos los movimientos y partidos políticos locales disponen de un pensamiento que interprete la realidad socioeconómica con propuestas sobre lo que se debe hacer para lograr el desarrollo regional. Estos dos planteamientos, expresados a manera de conclusión, sirven a su vez de punto de partida para plantear las siguientes reflexiones:

  • Un número significativo de administradores públicos no tienen interiorizados temas como productividad, eficacia, eficiencia, planes de negocio, inversión privada y emprendimiento.
  • Una gran mayoría los funcionarios públicos son fruto del quehacer político partidista y su interés prioritario, mas allá que el desarrollo regional, es conservar su puesto de trabajo.
  • Los partidos políticos, garantes de numerosos funcionarios públicos, que a la vez son sus representantes en el sistema de participación burocrática, se han especializado en la depuración de estrategias proselitistas en subsidio de la estructuración de pensamientos de desarrollo y propuestas consecuentes.
  • La estructura de la administración pública es piramidal y en ella la información no fluye adecuadamente, pues es más importante ascender en la pirámide que hacer las cosas bien.
  • La estructura piramidal hace de la toma de decisiones una labor lenta y tortuosa, con numerosos agentes intermedios de decisión que pueden alterar el sentido inicial de la disposición.
  • Los cambios de  gobierno, ante la ausencia de programas de partido, son la oportunidad de volver a empezar sin importar que tanto se había avanzado en un determinado proyecto.
  • La esperanza del desarrollo está hipotecada a la posibilidad de conseguir partidas del presupuesto nacional, las cuales se aprueban con base en las prioridades del gobierno central y no en las necesidades de la región. Los recursos así conseguidos se aceptan sin objeción, pasando a un segundo plano la solución de los problemas locales.
  • Los rentas propias son escasas y se gastan generalmente con el criterio de dar participación a lo grupos políticos de las coaliciones de poder.
  • La capacidad de reacción es lenta, los planes de desarrollo se formulan para cuatro años y se vuelven documentos inflexibles en una realidad cambiante.
  • Las respuestas de los gobiernos son reactivas y coyunturales, no constructivas ni estructurales.
  • Los diálogos de los gobiernos con los actores del desarrollo son selectivos, poco fluidos y no generan articulación.
  • En el reloj de los empresarios una hora tiene sesenta minutos. En el reloj de la administración pública una hora jamás tendrá sesenta minutos.
Estas reflexiones de alguna manera representan la patología que limita ostensiblemente a la administración pública del estado-región para que desempeñe su rol de catalizador y dinamizador de los procesos de desarrollo local. Es tal vez por esto, además de otras razones, que en aspectos como el de la competitividad se avance lentamente mientras el mundo empresarial y económico se mueve a velocidades supersónicas. Esto hace que nuestra administración pública se vea limitada para responder a los cambios que se presentan en la economía y en la plataforma productiva local, para presentar estrategias conducentes a atraer inversión, para servir de interlocutor con los empresarios y gremios sobre temas de desarrollo, para ser el pivote articulador entre la academia, sector público, gremios y empresarios, para tomar decisiones con celeridad y para mantener con visión de largo plazo políticas consistentes que generen credibilidad y confianza en inversionistas y empresarios.