Armando Rodríguez Jaramillo
Armenia (Quindío-Colombia), 31 de agosto de 2013
De no pasar nada extraordinario, vendrá otro paro
cafetero en el que habrá más damnificados que beneficiados y en el que
seguramente, y ojalá me equivoque, se polarizaran aún más las posiciones de las
partes, pues los voceros de los cafeteros, que ya no son la Federación ni los
comités departamentales ni municipales del ramo, reclamarán más atención del Gobierno recordándole los años en los que
la caficultura fue el motor de la economía al tiempo que exigirán precios de sustentación, subsidios a los
insumos, refinanciación de las deudas y devaluación de la moneda. En pocas
palabras, se seguirá añorando el bienestar del pasado sin mirar que el mundo
cambio y, lo que es peor, sin pretender cambiar.
Por su parte, acosado como está con tantos conatos
de paros por aquí y acullá, el gobierno querrá conjurar las protestas cafeteras
mostrando los dientes con medidas de fuerza, diciendo que sus arcas están
vacías y que no puede extender los auxilios económicos. Al final terminará con soluciones
políticas, que no estructurales, que poco aportarán a la superación de los
problemas cafeteros.
En medio de todo, lo realmente oneroso para las
regiones cafeteras es que acumulan 24 años en crisis desde aquel 1989 cuando se
rompió el pacto internacional del café, sin que hayamos tenido la creatividad
para inventarnos una nueva forma de entender y participar en los negocios del
café, como si lo han hecho otros países productores y muchas compañías y
empresarios, que al contrario de Colombia, han venido ganando participación en
el mercado internacional.
Los gobiernos y la institucionalidad cafetera deben
tener capacidad de anticipación ante lo que se espera sucederá y capacidad de reacción
ante los hechos que afectan de forma recurrente a los productores. Recuerdo
cuando en 1987 un grupo de técnicos japoneses y colombianos nos encontrábamos
formulando el “plan de desarrollo agrícola integrado de la cuenca del Quindío”
en el marco de la cooperación firmada entre la CRQ y la agencia japonesa JICA.
Por esos días nos reuníamos con empresarios y organizaciones gremiales para
plantearles lo que pensábamos del desarrollo del Quindío y consultar sus
opiniones.
Como en los ochenta teníamos 65.000 hectáreas
sembradas en café y todo giraba alrededor del grano, nos reunimos no pocas
veces con los dirigentes del sector. En una de esos encuentros los
representantes de la JICA expusieron que debíamos cambiar la manera de producir
café y de competir en los negocios del grano, pues según información que tenían,
el mundo avanzaba hacia una economía abierta y todo indicaba que el pacto del
café tenía sus días contados, recomendando que nos preparáramos para lo que se
avecinaba.
El disgusto de los dirigentes cafeteros no se hizo
esperar y con vehemencia y arrogancia le dijeron a los nipones que estaban
equivocados, y que ante esa posibilidad poco probable, la calidad del café
colombiano era suficiente para garantizar su permanencia en el mercado. A los días
llegó un mensaje condicionando su participación en el proyecto sino quitábamos
lo relativo a la ruptura del pacto y a la necesidad de cambio en la
caficultura. Y así se hizo.
Hoy, 26 años después, pienso qué sería de la
caficultura en el Quindío si hubiésemos tenido capacidad de anticipación.