«Heraclio y Tiridates se despidieron con la sensación de no
saber en qué momento fue que se jodieron sus pueblos».
La vida sin amigos es sosa y sin sentido; pero, ellos la transforman en una experiencia maravillosa y extraordinaria que da sentido a la existencia, una vivencia desbordante matizada de amor, aprecio, solidaridad, compañerismo, sensibilidad, humor, lealtad, integridad, complicidad y tantas otras cosas que sentimos cuando tenemos con quién reír y llorar, en quien confiar, con quién dialogar y confesarnos.
Siempre he creído que hay dos tipos de amigos: los de primera y los de segunda generación. Los de primera generación son aquellos con los que compartimos la niñez y adolescencia en el vecindario y el colegio, son relaciones que tienen asegurado un lugar en el corazón y el recuerdo. Los de segunda generación los encontramos caminando por la vida luego de sumar algunos años y acumular experiencias. Son, si se quiere, amistades más pausadas y sosegadas con las que logramos compenetraciones distintas cuando nuestros rumbos, intereses y aficiones se entrecruzan.
Hace unos años, revisando papeles y correos, recordé a dos amigos de segunda generación con los que sostuve gratos debates sobre el Quindío, su gente y su cultura, su historia y porvenir. Uno de ellos, sin avisar, se adelantó a cumplir su cita con la eternidad un día de abril de 2010. Con el otro, sigo hablando y debatiendo entre acuerdos y desacuerdos, siempre disfrutando de su inteligencia, experiencia y amistad.
En cierta oportunidad, luego de una intensa plática epistolar que sostuvimos y que desembocó en una aguda discusión política, escribí [6 de abril de 2009] el siguiente diálogo imaginario entre dos amigos ficticios que provenían de pueblos con nombres que parecían de esta comarca, para lo cual tomé algunas frases —que entrecomillo— anónimas y otras de personajes universales como Napoleón, José María de Maistre, Balmes, Amiel, Posada Herrera, Ángel Ganivet, Anatole France, Bernard Shaw, Cánovas del Castillo, Francisco Romero Robledo, Eugenio Rohuer y Álvaro Figueroa y Torres [Conde de Romanones]:
En Apulia, a orillas del Adriático, una tarde dialogaba el salentino
Heraclio con Tiridates, persona nativa de Karakala, ciudad de la provincia de
Armavir de la República de Armenia en Asia. A diario estos amigos se reunían
para intentar aliviar el infortunio a que eran sometidos sus pueblos víctimas
de mezquinos gobiernos.
—Has notado que «la política es la fatalidad» —dijo Heraclio.
— ¿Por qué lo dices amigo mío, si «toda nación tiene el gobierno que se
merece»?
—Tal vez te asista la razón Tiridates; sin embargo, siento que «hay países donde el peor gobierno es siempre el existente».
Tiridates quedó pensando en lo dicho por su compañero. —No estoy convencido
de lo que dices, pero «ay de los pueblos gobernados por un
poder que ha de pensar en la conservación propia».
—Ten presente —reparó con desdén Heraclio— que «las instituciones no valen más que lo que valga el hombre que
las aplica».
—Si en tu Provincia llueve, por Karakala no escampa, pues con frecuencia
y desfachatez se oye a los gobernantes decir: «si yo lo hago mal, vosotros lo habéis
hecho peor. Si mis medios de gobernar no son buenos, entiendo que los vuestros
no serán mejores».
—Son sabias tus palabras —acotó Heraclio—. Ellas me recuerdan una frase
que mi padre repetía en elecciones: Hijo, «desconfío mucho de los gobiernos
concebidos entre cábalas y…» triquiñuelas.
— ¡Huy!, se nota que llegaste a viejo ignorante de los egos que rondan
por los corredores palaciegos, esos que lo llevan a uno a pensar que «el arte de gobernar es la organización de la idolatría» —replicó Tiridates con aire de resignación.
Luego de un efímero silencio que sirvió para recuperar el aliento,
Heraclio agregó con enérgica voz: —Creo que todos estamos cansados de lo mismo,
siempre lo mismo. ¿O acaso no colma la paciencia que «en política lo que no es posible es falso»? ¿Qué «en la aritmética política, dos y dos
no son jamás cuatro»? ¿Qué «en política vale más prometer que
dar; pues la esperanza obliga más que la gratitud»?
Las sentencias de Heraclio enardecieron el ánimo de su contertulio y lo
impulsaron a decir:
— ¡Qué no nos agobie más el
desánimo y el yugo del sometimiento! No podemos seguir cometiendo «este grave error político, este estúpido afán de asegurar que
en la mano del gobernante está la felicidad de todo el mundo…». ¡No!, la nuestra, así como nuestro destino, se debe
reconstruir con un nuevo amanecer político.
—Calma Tiridates, ten presente que el cordel se rompe por la parte más
delgada y que «más fácilmente que a una pareja de bueyes se conduce a un
pueblo, pero ¡ay del conductor si los bueyes recuerdan que fueron toros!»
Con la tenue luz de la agonizante tarde, entre graznidos de aves en busca
del nido y con el canal de Otranto en lontananza, Heraclio y Tiridates se
despidieron con la sensación de no saber en qué momento fue que se jodieron sus
pueblos.
Armando Rodríguez Jaramillo
Correo: arjquindio@gmail.com /
X: @ArmandoQuindio / www.quindiopolis.co
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