El norte de Armenia perdió su norte

 

«Estamos en riesgo de perder la vida de barrio, el parque como espacio de encuentro ciudadano y familiar y las relaciones de vecindad que aún conservamos».

 

Desde siempre la palabra vecino me ha transmitido familiaridad y confianza, me es sinónimo de amabilidad y de servicio, de amistad y aprecio. Y es que esta llamativa palabra proviene del latín vicīnus, que quiere decir el que vive en el mismo barrio, derivada de vicus, que es barrio o aldea. El diccionario de la RAE la define como el que habita con otros un mismo pueblo, barrio o casa, es decir, que vive cercano, próximo o inmediato. Además, está emparentada con «vecindario» y con «vecindad», la primera referida a un conjunto de vecinos, y la segunda a la cualidad de vecino o conjunto de personas que viven en una población o parte de ella.

Sin embargo, no es preciso ir al origen para hablar de lo que significa vivir en un barrio de buen vecindario y sentirse parte de una comunidad con lazos de amistad y solidaridad. Al pensar en esto evoco mi niñez, cuando el vecindario era mi teatro de exploración de juegos y aprendizajes, lugar donde conocí a mis primeros amigos.

 

El vecindario

A finales de los cincuenta, mis padres construyeron su casa sobre la recién trazada avenida Bolívar, cerca al parque de Los Fundadores. Aún tengo en la mente muchos de los apellidos de las familias del sector: los Zuluaga, los Carvajal, los Arango, los Ovalle, los Toro, los Rojas, los Arbeláez, los Londoño, los Gutiérrez, los Gómez, los Roldán, los Rodríguez, los Aristizábal, los Giraldo, los Orozco, los Mejía, los Naranjo, los otros Mejía, los Hurtado, los Saavedra, los Arroyabe, los Echeverri, los Medina, los Álvarez, más Mejías, los Flórez, los Ángel y otros que se pierden en la niebla de los años. Eran familias numerosas, de cuatro, cinco y más hijos, todos amigos y compañero de travesuras y diversiones. Recuerdo que luego del colegio, en las noches, los fines de semanas y en temporada de vacaciones, jugábamos infatigablemente bajo la protección de los vecinos, porque los papás y mamás del barrio se conocían y cuidaban de sus hijos por igual.

Mi madre, Enelia, tuvo una grata costumbre que jamás olvido. Cada que llegaba un nuevo vecino a la cuadra se ponía en la tarea de hornear una torta, por lo regular de vainilla, y la llevaba como presente de bienvenida a los recién venidos. Hoy valoro ese detalle como un gesto que ayudaba a crear vínculos de amistad y de comunidad.

En las fechas especiales, como las festividades decembrinas, festejos y desfiles de aniversarios de la ciudad, salíamos a las calles a celebrar y a compartir. Mientras los mayores conversaban, los menores jugábamos en las aceras o en Los Fundadores, cuando el parque era un espacio público familiar donde se conmemoraban la fundación de Armenia y la creación del departamento del Quindío.

Pero, algo cambio después de los noventa en medio de la permisividad de las autoridades en asuntos de control urbano. Fue así como al vecindario llegaron licoreras (ventanillas), bares y discotecas con su estela de bullicio, desorden y hasta consumo de drogas; varias casas fueron remodeladas para comercios y servicios, y otras demolidas para hacer edificios de poca recordación; luego vinieron oficinas bancarias y también farmacias, consultorios y clínicas por todo el sector; también aparecieron funerarias y salas velación, institutos de enseñanza de idiomas y hasta un club social; y además se abrieron restaurantes, cafeterías y tiendas. Asimismo, dos universidades y la capilla tradicional del Perpetuo Socorro quedaron ocultas por un esperpento de puente que bien pudo ser un deprimido. En fin, todo cambió.

Entonces las familias de siempre se marcharon, lo que terminó por desintegrar el tejido social que había tomado casi cuatro décadas tejer perdiendo el vecindario su esencia, su alma. Pero lo realmente crítico, fue que algo similar les sucedió a otros barrios localizados a ambos lados de la avenida Bolívar que también se quedando sin residentes porque sus noches se tornaron desordenadas e inseguras, sus zonas verdes desaparecieron y los andenes fueron invadidos por carros y por negocios de toda clase, sus ambientes se volvieron bullosos y se llenaron de transeúntes desagradables y poco amigables. Me refiero a barrios como Laureles, Coinca, El Nogal, La Castellana, Providencia, Alcázar, La Nueva Cecilia y Profesionales.

 

La avenida Bolívar

De modo semejante, la avenida Bolívar siguió la misma senda. Esta vía, pensada con amplios antejardines y aceras, y de generosas zonas verdes empradizadas y arboladas, se desordenó ante la permisividad de las autoridades. Poco a poco se eliminaron las zonas verdes para ampliar las calzadas, hacer remedos de ciclovías y favorecer el parqueo de carros, se construyeron edificios simples con limitados parqueaderos, se entregaron espacios públicos en arriendo, se ocuparon los antejardines y se permitió el cambio de usos residenciales por actividades comerciales y de servicios, al tiempo que se toleró el consumo de alcohol, el desorden y el bullicio en plena vía pública hasta el amanecer. Esto convirtió a la avenida Bolívar en un batiburrillo generalizado con sectores donde se evidencia un alto deterioro social a ciertas horas de la noche, como sucede en las cuadras aledañas al semáforo peatonal cerca a la Universidad del Quindío y en las que están entre el Portal del Quindío y el teatro de la Cruz Roja.

Es inobjetable que la pérdida de vecindarios residenciales y de entornos que favorezcan la vida en comunidad le pasan su cuenta de cobro a una ciudad que enfrenta numerosos problemas de convivencia, desarticulación social e inseguridad; una sociedad que acusa una evidente pérdida de identidad y de aprecio por su entorno; una ciudad que debería ser percibida como un bien colectivo donde todos somos sujetos de derechos y deberes; una ciudad que es nuestra y que demanda liderazgos disruptivos.

 

Colofón

Al pensar en el paulatino deterioro urbano y social de la avenida Bolívar y de sus barrios y parques aledaños, me acordé de la fábula de la rana hervida que dice que si se introduce de forma brusca una rana en un recipiente con agua hirviendo esta de inmediato saltará fuera de él, pero si la rana se pone en agua tibia que lentamente se lleva a ebullición, ella no percibirá el peligro en el que se encuentra y poco a poco, con el aumento de temperatura, se sentirá mareada y finalmente ya no podrá escapar y se cocerá hasta la muerte. Esta es una analogía de lo que ocurre cuando un problema se presenta de forma lenta y gradual y sus daños no se perciben, razón por la cual no hay reacción (o es tardía) para evitar (o revertir) los daños causados.

Definitivamente algo se estropeó en nuestro modelo de ciudad y en la concepción del desarrollo y la calidad de vida. Algo se dañó en el ADN del civismo que caracterizó a los armenios. Estamos en riesgo de perder la vida de barrio, el parque como espacio de encuentro ciudadano y familiar y las relaciones de vecindad que aún conservamos.

 

Armando Rodríguez Jaramillo

Correo: arjquindio@gmail.com   /   X: @ArmandoQuindio   /   www.quindiopolis.co


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5 Comentarios

  1. Gracias por sus pe sarmientos publicos.públicos..
    Los cambios son útiles. Pero hay ca.bios que destruyen. Así todos los cambios no son buenos. Es lo que ha pasado en nuestra historia local..
    De todas formas gracias porque es muy valioso tener siempre presente el valor de los h hechos y personas en la historia
    Gracias

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  2. El agua la colocó CARLOS LEDHER y las ranas los distinguidos de entonces que los deslumbró el dinero, sin importar la fuente. El agua sigue tibia y existe variedad de ranas en esta hermosa campaña política Quindiana.

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  3. HERMOSO E ILUSTRATIVO ARTÍCULO.

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