Yo soy aquel

El cantante español Miguel Rafael Martos Sánchez (1943), más conocido como Raphael, hizo popular allá por los años sesenta y setenta la canción Yo soy aquel cuya letra inicial dice: Yo soy aquel que cada noche te persigue / Yo soy aquel que por quererte ya no vive / El que te espera, el que te sueña / El que quisiera ser dueño de tu amor, de tu amor. En una curiosa mezcla de palabras, su compositor, Manuel Alejandro (1932), juega con el pronombre «yo» y el pronombre neutro «aquel» que a su vez es adjetivo demostrativo y que significa el que o lo que está lejos, espacial o temporalmente, del hablante o de su interlocutor, es decir, que está alejado de la persona que habla y de la persona con quién se habla.

El título de esta canción sirve para referirme a las vanidades inducidas por el hechizo de las redes sociales y los medios virtuales de comunicación que facilitan una exposición pública impensable en otros tiempos. Hoy estamos ante la cultura del yoismo, palabra no aceptada por la RAE usada para decir de personas ególatras convencidas que sus opiniones o intereses importan más que las de los demás. Esta sociedad hiperconectada donde abundan las selfis y las fotos y videos que registran cada instante de nuestras vidas mostrando lo que hacemos, cómo nos vestimos, peinamos o maquillamos, dónde comemos, el lugar al que viajamos, lo bien que la pasamos o cómo nos sentimos es el escenario perfecto del yoismo.

 

«Es un impulso incontrolable de querer ser vistos una y otra vez de forma similar a como Narciso quería mirarse sin parar».


Este comportamiento se resume en un impulso incontrolable de querer ser vistos una y otra vez de forma similar a como Narciso quería mirarse sin parar. De este personaje bello, hermoso y llamativo de la mitología griega se enamoraban las mujeres, pero él las rechazaba. De acuerdo con la versión romana, Narciso, engañado por la diosa Némesis que hizo que se enamorara de sí mismo, preso de su vanidad al acercarse a beber de un arroyo y verse reflejado en las aguas trató con su mano de acariciar la imagen, pero el deseado rostro que se reflejaba se deshacía. Insensible al resto del mundo y embelesado por su propia imagen, se dejó morir rendido sobre su reflejo al no poder tener el objeto de su deseo.

De forma parecida muchos posan en paseos, reuniones y actividades donde lucen felices y sonrientes como en un nirvana simulado, imágenes que con frecuencia retocan a través de Photoshop antes de publicarlas. Luego, cual narcisos mirando su imagen en un espejo de agua, quieren ver una y otra vez sus vídeos y fotos porque se hallan seducidos por sí mismos.

Sin embargo, siglos atrás, sólo los poderosos y pudientes mandaban a hacer sus retratos y bustos con pintores y escultores para adornar salones y corredores palaciegos, mientras que el común de la gente se resignaba con ver sus rostros reflejados en el agua o en la superficie brillante de un metal. No fue sino hasta hace unos dos siglos que en Alemania el químico Justus Von Liebig (1803 – 1873) inventó el espejo como hoy lo conocemos al desarrollar un proceso que permitía aplicar una delgada capa de plata a un lado de un panel de vidrio. A partir de allí, el ser humano pudo mirarse y reconocerse como era, no como se imaginaba, lo cual significó una reinterpretación de sí mismo. De modo que un espejo sin aberraciones ni imperfecciones es un objeto que se podría considerar garante de la verdad al reflejar fielmente la imagen de quien está enfrente. A diferencia de una foto que puede ser retocada, el espejo dice que se es el que se refleja en su película de plata en tiempo real.

En un artículo publicado el 22 de febrero de 2023 en el periódico cultural Milenio de México titulado Reflejos, la filóloga y escritora española Irene Vallejo Moreu (1979) dice sobre un antiguo cuento japonés que nos revela lo que cada uno ve dentro del espejo.

 

«Un cestero acababa de perder a su padre, del que era la viva imagen. Un día de feria, un vendedor le mostró una mercancía nunca vista: un disco de metal brillante y pulido. El cestero creyó que su padre le sonreía desde el espejo y, maravillado, pagó con sus ahorros la extraña alhaja. Ya en casa, lo escondió en un baúl. Todos los días interrumpía su trabajo y se iba al desván a contemplarlo. Su mujer le siguió hasta el escondite donde miraba largamente el espejo. Intrigada, tomó el objeto, miró y vio allí el rostro de una mujer. Gritó a su marido: “Me engañas, tienes una amante y vienes a mirar su retrato”. “Te equivocas, aquí veo a mi padre otra vez vivo y eso alivia mi dolor”. “¡Embustero!”, contestó ella. Los dos acusaron al otro de mentir y se hicieron reproches cada vez más amargos. Una anciana pariente quiso interceder en la discusión y juntos subieron al granero. La mediadora miró la imagen encerrada en el disco metálico y sacudiendo la mano dijo a la esposa: “Bah, no tienes que preocuparte, solo es una vieja”».


Qué sincero y ético es mirarnos sin retoques, sin trampas ni engaños, sin filtros. Vernos como somos por dentro y por fuera, con todo el peso de nuestras virtudes y debilidades y también con la inocultable apariencia de los años mozos o la de las edades maduras y seniles. En últimas, es tener la franqueza y la sencillez de ser y seguir siendo lo que se es, lo que somos, sin querer ser aquel como el título de la canción de marras. A menudo las redes sociales son como esos espejos donde se desea ver reflejada la imagen que se quiere y no la que se tiene, esa a la que algunos también temen.

 

Armando Rodríguez Jaramillo

Correo: arjquindio@gmail.com  /  Twitter: @ArmandoQuindio  /   www.quindiopolis.co

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