Nada evitará nuestra obligada cita final sin importar la circunstancia en la que se presente.
Todos hemos vivido momentos de crisis
que nos mueven el piso. Circunstancias que nos hacen apreciar la vida y la
importancia de la familia, los seres queridos y los amigos. Situaciones que nos
fortalecen y nos hacen más humanos y solidarios, más reflexivos y fraternos,
más sensibles y responsables.
A los que lo vivimos, el terremoto de
1999 en el Eje Cafetero nos partió el alma, pero nos fortaleció la
convicción. Impávidos presenciamos cómo en pocos segundos se destruyeron nuestras
ciudades y los lugares donde nacimos y jugamos, donde estudiamos y trabajamos.
Pero, por, sobre todo, contemplamos cómo en un abrir y cerrar de ojos perdieron
la vida, tan solo en Armenia, 921 personas.
El impacto fue demoledor y enorme. La
realidad superó a la imaginación y en medio del shock, la tristeza y hasta la
rabia existencial entendimos que no había más alternativa que levantarnos,
sacudirnos el polvo, secarnos las lágrimas, ayudar a los afectados, rescatar
heridos y enterrar los muertos para empezar a reconstruir nuestras vidas y
ciudades. Este fue un episodio que nos marcó para siempre, que nos hizo fuertes
para enfrentar adversidades y sensibles ante la tragedia humana.
Dos décadas después la vida nos pone
ante otro evento inesperado y catastrófico como es la pandemia por el coronavirus,
algo para lo que la humanidad no estaba preparada a pesar de jactarse de la tecnología
que posee. La diferencia de estos dos eventos es que, en un terremoto, incluso en
un huracán como el reciente Iota que asoló a San Andrés y Providencia, todo
pasa en un santiamén, en un soplo, mientras que en una pandemia los estragos
son a cuentagotas, por poquitos, tal vez por esto es por lo que la
incertidumbre se eterniza y el dolor se siente por cuotas sin reparar en raza, condición
social o creencia religiosa.
La pandemia
Es así como cada cuanto nos llegan
noticas que algún familiar, amigo o conocido contrajo el virus; que algún
familiar, amigo o conocido está en el hospital luchando por su vida; que algún
familiar, amigo o conocido perdió su batalla contra el COVID – 19 y no se le pudo
acompañar en su despedida. Noticias que desgarran el corazón y nublan la razón.
La muerte es el sino de nuestra
existencia, pero cuando ella llega de a poco es cuando el valor de la vida, de
compartir con nuestros seres queridos y amigos, de hablar banalidades con los
compañeros, de celebrar encuentros y fechas especiales, de trabajar en la
oficina o estudiar en un salón viéndonos las caras, de jugar un partido de
futbol, de tomarnos unas copas, de darnos la mano y abrazarnos y muchas otras
cosas nos aquilatan como seres sociales y sociables.
Cómo duele en el alma cuando nos enterarnos
que partió para siempre alguien de la familia, el amigo de muchos años o el familiar
de un amigo, un vecino con el que nos topábamos de mañana, el del restaurante a
donde nos gustaba ir, el fotógrafo que nos mostró hechos y sucesos, el médico apreciado,
el lustrabotas que embelleció calzados, el comerciante de siempre, el mensajero
diligente y hasta el anciano que saludábamos en la calle.
Son tiempos en los que a una noticia
luctuosa le sigue otra similar. Tiempos en los que los nombres de tantos amigos
y conocidos que partieron se embolatan en la mente. Cada muerte impresiona un
poco más que la anterior, y mientras muchos aún creen que esto no es con ellos,
la única alternativa es cuidarnos, practicar las medidas de seguridad,
mantenernos distantes unos de otros y estar en nuestras casas el mayor tiempo
posible para prevenir el contagio con el travieso bicho.
Samarra
Sin embargo, como nada evitará
nuestra obligada cita final sin importar la circunstancia en la que se presente,
el juego consiste en vivir a plenitud sin cargos de consciencia para partir,
cuando llegue la hora, con la satisfacción del deber cumplido. Así, al ver la
locura en la que estamos inmersos, recuerdo el arreglo que Julio Cortázar
hiciera en 1980 de «Cita en Samarra», cuento persa de autor anónimo:
«Había en Bagdad un mercader que envió a su criado al mercado
a comprar provisiones, y al rato el criado regresó pálido y tembloroso y dijo:
señor, cuando estaba en la plaza del mercado una mujer me hizo muecas entre la
multitud y cuando me volví pude ver que era la Muerte. Me miró y me hizo un
gesto de amenaza; por eso quiero que me prestes tu caballo para irme de la
ciudad y escapar a mi sino. Me iré para Samarra y allí la Muerte no me
encontrará. El mercader le prestó su caballo y el sirviente montó en él y le
clavó las espuelas en los flancos huyendo a todo galope. Después el mercader se
fue para la plaza y vio entre la muchedumbre a la Muerte, a quien le preguntó:
¿Por qué amenazaste a mi criado cuando lo viste esta mañana? No fue un gesto de
amenaza, le contestó, sino un impulso de sorpresa. Me asombró verlo aquí en
Bagdad, porque tengo una cita con él esta noche en Samarra».
Armando Rodríguez Jaramillo
@arj_quindio /
@quindiopolis
29 de diciembre de 2020
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