Los culebreros fueron personajes
pintorescos de las plazas de mercado de los pueblos cuando los campesinos
salían a vender sus productos, comprar los víveres, adquirir herramientas de
labor, contratar jornaleros, tomar unos aguardientes y tirar una canita al
aire.
En tiempos cuando la medicina era
poco asequible, muchos no dudaban en recurrir a teguas y yerbateros para curar sus
enfermedades y tribulaciones, lo que brindaba la ocasión para que con
imaginación y algo de superchería los culebreros irrumpieran con soluciones
para todos los males.
Curaban las enfermedades del alma y el cuerpo.
Estas celebridades callejeras decían
venir de tierras ignotas y lejanas, afirmaban tener nexos con tribus remotas y
sabios chamanes de los que recibieron sus conocimientos para bien de la
humanidad. Con pelo largo y plumas en la cabeza andaban vestidos de forma
extravagante, en sus muñecas lucían manillas de cuero y chaquiras, y de su
pecho pendían colgandejos con talismanes, semillas y colmillos de animales exóticos
Alrededor del culebrero se
arremolinaban numerosos curiosos para escuchar sus desenfrenes verbales y
frases repentistas imposibles de repetir y de paso encontrar la cura a sus
males. Con una peculiar forma de hablar recitaban oraciones al revés y decían
un enredo de sílabas y palabras sin sentido. Por lo general cargaban una misteriosa
maleta con un peligroso reptil de nombre Mar garita al que no dudaban en
increpar diciendo: ¿culebra Margarita por qué me querés picar?
A un lado de la maleta el personaje
de marras ponía a la vista de los incautos pomadas, pócimas y brebajes extraídas
de plantas y animales amazónicos de cuyas fórmulas de preparación eran
exclusivos tenedores. Aquellos ungüentos y aguas extrañas eran remedios y
contras para todo: las lombrices en el estómago, la caída del cabello, la
tumbada de verrugas, los nuches enquistados, la eliminación de lobanillos, el
alivio de las hemorroides, el dolor de muelas, el exceso de orinadas de noche,
el carranchil y hasta los malos olores; también prometían la cura para el
hastío sexual, la inapetencia, el desgano para moverse, el mal de ojo, el
desengaño amoroso y hasta para los rezos y maleficios; devolvían el amor
perdido, ataban al ser amado, quitaban la mala suerte, atraían la fortuna y
sanaban cuanta enfermedad del alma y cuerpo hubiera.
Estos remedios, que, entre más amargo
fuera, más pronto y efectivo sería el alivio, los acompañaban con extraños
amuletos y fetiches que ofrecían mediante palabrería, charlatanería y
fraseología graciosa.
Los culebreros, personajes trashumantes
para no responder por sus embustes, reunían con destreza un público urgido de soluciones
en medio de un universo de supersticiones que aún subsiste en pueblos y
ciudades. Para atraer a su clientela solicitaban la colaboración de un
espontáneo al que le enredaban en su cuello a Margarita, culebra que por su
tamaño cautivaba la atención mientras el artista iniciaba con su retahíla y ponía
en las manos de los presentes remedios y pomadas a precios especiales. De ahí a
la compra sólo había un paso.
El verbo de los culebreros.
Un ejemplo del parlamento de estos avezados
comediantes lo describe de forma magistral Jorge Villegas Arango en su libro El
Culebrero (1986) publicado por Procultura, del cual me tolo la licencia de citar
algunos apartes:
Distinguidísimo público […] va acá a
permitirse mi persona sacar toda esta bonita, célebre colección de animales
ofídicos y […] darles a ustedes una corta y pequeña explicación de lo que son
los animales que inyectan a los animales que no inyectan. Póngale mucho
cuidado. Vamos acá a prepararlos. Decía una señora: ¿Por qué tiene tan amarrada
la culebra? […]. Claro, porque este animal no es la madre ni la hija mía.
¿Saben con quién comparo este animal? Con la suegra mía que la quiero con toda
el alma y con todo mi corazón. ¡Jesús me ampare, Jesús me favorezca! Virgen
Santísima y Purísima […]. Y no falta alguno que diga "¡ah viejito
hijuepu...eda ser que algún día, apenas termine […] de seguro va a coger y
estirar la mano tan larga que tiene y nos va a pedir una limosna!". ¡No
señores! Soy un hombre rico, tengo ciento cincuenta mil dólares en el banco que
no son míos, lo que pase es que estoy mal de ropa, […] pero, en fin... […]. Vea
señor, vamos a extenderla acá a lo largo. ¡Jesús me ampare. Por tu pasión y
muerte no nos desampares en esta vida, ni en la hora de la muerte. Amén. Santo
Dios, santo fuerte, santo inmortal. ¡Paz en la tierra, paz en los cielos! […].
¡Dios mío que me arruino! Caballeros,
vamos a guardar estos animales y alisten la plata en la mano, […] que vamos a
ver cuántos somos y cuántos quedamos […]. Hay únicamente estas dos docenas de
cajitas y no hay más […]. Una cajita vale cinco pesos y las tres valen diez.
No la vayan a llevar que se van a
quedar muy pobres ¡muertos de hambre! […]. Hagan de cuenta que llegó un ratero,
que ese ratero fue mi persona que les robó diez pesos, pero les dejó una cosa
que servía. Nadie me la vaya a comprar por lástima. No señor. Tenga
primeramente fe en Dios y lléveme esto […]. Pónganme atención señores porque ya
me voy: corazón no seas cobarde aprende a tener vergüenza, al que te quiere
querelo, y al que no talali-tan-tan. Deus quino sacramentus mirabilis pasionis
memoris relicuistis cuistis, queriendo decir: amaos los unos a los otros. Adiós
Catalina y adiós Soledad, ninguno se muere porque este viejito miserable se va.
Armando Rodríguez Jaramillo
@arj_opina / @quindiopolis