En pocos días han
cambiado muchas cosas. es como si un enorme seísmo hubiese puesto de cabezas
nuestras vidas, maremágnum del que no se salvó ni la educación.
Hoy las aulas de escuelas
y colegios están desoladas. En sus patios de recreo y campos deportivos hay
silencios y en sus tiendas y comedores no hay invitados. Por causa del COVID –
19 cientos de miles y de otros miles de alumnos se refugiaron en sus casas bajo
la tutela presencial de sus padres y el acompañamiento virtual de sus
profesores, tan sólo mediados por un computador y la internet como enlace entre
educadores y educandos.
Como estamos en la era de
la virtualización donde abundan programas educativos on line, esto
podría parecer algo normal. Pero lo novedoso es que esta digitalización fue forzosa,
inesperada y no planeada, algo para lo que la sociedad ni el sistema educativo
no estaban preparados. Asistimos a una revolución en la educación de resultados
inciertos.
El contexto tiene dos
extremos: profesores y alumnos, y entre ellos la tecnología. Esta crisis develó
que un porcentaje significativo de profesores carecían de la formación
tecnológica apropiada para hacer el tránsito, sin traumatismo, de la clase
presencial, en la que se sentían cómodos por llevar años practicándola, a una de
carácter virtual llena de sorpresas al ser un mundo plagado de herramientas
tecnológicas y pedagógicas por descubrir. Es pasar, en un santiamén y sin
alternativas, de la clase tradicional a un aula circunscrita a una pantalla con
un limitado control de sus estudiantes.
La crisis nos enseña que es
necesario avanzar en la formación tecnológica del profesorado y dotarlos de las
habilidades necesarias para que utilicen plataformas y aplicaciones, diseñen
presentaciones de clase y las compartan en la pantalla con sus alumnos, editen
material y lo suban a la nube, formulen exámenes para ser resueltos de forma virtual,
solucionen dudas por un chat y moderen clases virtuales con 30 o 40
participantes. En fin, el sistema educativo debe prever los medios y los
espacios para que los profesores desempeñen la misión de enseñar a nuestros
jóvenes en medio de los desafíos del Siglo XXI, esto les permitiría conectar
sus conocimientos con las nuevas tecnologías y ganar legitimidad ante sus
estudiantes.
En el otro extremo están
los alumnos, que no por hacer parte de las generaciones Z y Alfa y ser nativos
digitales, tienen las habilidades para asumir de la noche a la mañana la educación
virtual. Recordemos que una cosa es estar en casa y otra en el salón de clase
interactuando con profesores y compañeros, compartiendo opiniones, practicando juegos
y actividades deportivas, participando en diálogos y chanzas y haciendo parte de
grupos que les dan seguridad y sentido de pertenencia.
En un salón de clase hay cierta
igualdad de oportunidades para aprender. Pero al estudiar desde la casa afloran
inequidades que a la postre marcan diferencias significativas. Mientras algunos
disponen de una conexión a banda ancha, de computador personal con buenas
especificaciones, de privacidad para estudiar y están rodeados por padres que
tienen habilidades digitales avanzadas, otros carecen de internet o lo tienen
limitado, deben compartir el computador con sus hermanos y hasta con sus
padres, y les toca recibir clase en espacios donde se desarrollan otras
actividades propias de la vida familiar.
Así que las condiciones
de estas improvisadas aulas virtuales no son las mejores para aquellos profesores
y alumnos que disponen de medios tecnológicos restringidos y de ambientes poco
adecuadas para la educación, situaciones que de una u otra forma están relacionadas
con el nivel de ingresos familiar.
En fin, el debate sobre
este experimento apenas empieza y sus resultados están por verse. La
virtualidad llegó para quedarse, no obstante, la transformación digital de la
educación está a medio camino. Lo crítico es que los errores que se comentan en
este ensayo lo pagarán alumnos y profesores, protagonistas de un sistema que desde
hace años pide a gritos su modernización. En medio de esta realidad subyace la discusión
del modelo educativo: tiene sentido seguir insistiendo en un arquetipo que enseña
respuestas para que sean almacenadas en ese repositorio llamado memoria o
pasamos a una educación que estimule la formulación de preguntas, que enseñe a
razonar y a buscar información confiable, que forme en el pensamiento crítico.
Sin embargo, sea lo que
sea que aprendamos de esta crisis, la educación presencial es a mi modo
insustituible porque somos seres sociales, abiertos al diálogo y a la
reflexión, a la pregunta y contra pregunta, al lenguaje corporal, y en esto el
mundo presencial es de lejos más valioso para el desarrollo intelectual y
emocional de alumnos y profesores.
Armando Rodríguez
Jaramillo
@ArmandoQuindio
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