Empezando febrero la vida
eclipsó para Álvaro Molina, profesor entrañable, filósofo de formación, teólogo
y humanista consumado. La noticia, que me llegó tres días tarde, me embargó de
nostalgias y evocaciones de tiempos idos que siempre y por siempre anidarán en
el recuerdo.
Álvaro no era el clásico
docente que, con tiza en mano, a la usanza de los años setenta, escribía frases
de memoria mientras impartía recitales que a fuerza de repetir una y otra vez, año
tras año, se convertían en libretos prefabricados. No, para él no había formatos, pues sus
clases impredecibles seducían y cuestionaban.
En 1974 llegó al colegio
de los Hermanos Maristas en Armenia como director de quinto de bachillerato,
hoy grado décimo, curso conformado por cerca de cuarenta adolescentes inquietos
e indisciplinados que nos queríamos tragar el mundo antes que ese mundo de desencuentros
nos engullera a todos. Éramos unos mozalbetes irreverentes, contestatarios e
iconoclastas.
Recuerdo que por esas
calendas los de entonces chocamos con la rigidez del sistema y las ortodoxias
de la sociedad y la familia en medio las contradicciones de la época. Fueron
los años del hipismo con su nuevo estilo de vida a ritmo de rock, de la
liberación femenina, de los adelantos tecnológicos que llevaron al hombre a la
Luna, del rechazo a guerras inútiles como la de Vietnam, de la llamada Guerra
Fría, del ascenso de Fidel Castro en Cuba, de las luchas revolucionarias del
Che Guevara, de las dictaduras militares en el Cono Sur, del derrocamiento del
presidente Salvador Allende en Chile y de figuras como Atahualpa Yupanqui,
Mercedes Sosa, Violeta Parra, Facundo Cabral y Piero. Y como si esto fuera poco, el país estaba
sacudido por los coletazos del Frente Nacional, el robo de las elecciones a Rojas
Pinilla y el nacimiento del M19, la existencia de Camilo Torres el “cura
guerrillero”, las violencias absurdas del ELN y las FARC, la represión del
establecimiento y los movimientos estudiantiles.
Este era el teatro de los
acontecimientos cuando el profesor Álvaro Antonio Molina Camejo llegó al San
José, un colegio que, a pesar de ser confesional, nunca nos limitó ni puso
cortapisas a pensamiento político alguno. En ese ambiente Álvaro se enfrascó con
sus discípulos en innumerables debates, argumentados unos, emocionales otros, pero
sin pretender adueñarse de nuestra forma de ver el mundo, pues siempre se
esforzó por incentivar la reflexión y el razonamiento en busca de la verdad, en
ocasiones formulando preguntas con arreglo al método socrático para aportar luz
a la controversia. De lo que sus alumnos nunca tuvimos conciencia era que estábamos
frente a un mozalbete ligeramente mayor que acusaba tantos conflictos como los
de sus educandos. Por aquellos días Álvaro frisaba los 22 años.
Hoy, décadas después, reconozco
haber aprendido que el debate se hacía con ideas y argumentos, que debíamos asentir
cuando nuestro interlocutor esgrimía opiniones más contundentes que las
nuestras y que era necesario practicar la solidaridad, la justicia social y el respeto
por la diferencia. Él me introdujo en la comprensión transformadora de la
teología de la liberación y en los caminos del pensamiento crítico. Un agradecimiento
eterno al profesor Álvaro Molina.
Armando Rodríguez
Jaramillo
@ArmandoQuindio
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