Al escribir este artículo mi país acumula 36 días con las puertas
de colegios y escuelas públicas bajo cerrojo, 36 días con los salones desolados,
36 días en los que las bibliotecas aguardan por quién desempolve sus libros, 36
días con los laboratorios vacíos, 36 días con los campos de juego y canchas
deportivas abandonados, 36 días sin comensales en los restaurantes escolares, 36
días con los cuadernos y libros arrumados, 36 días sin estudiantes, 36 días de
ausencia docente, 36 días de desconcierto para los padres de familias, 36 días de
silencio oficial, 36 días de haber arrinconado la educación en el cuarto del
rebujo.
«No puedo pensar en ninguna necesidad de la infancia tan
fuerte como la necesidad de protección de un padre» dijo Sigmund Freud, frase
de la que se infiere, que además del empeño de los padres en procura que a sus
hijos no les falte lo necesario para su crecimiento, desarrollo y formación, al
Estado y profesores les corresponde, a manera de segundos padres, la insoslayable
misión social de educar y proteger a los niños.
¿Acaso la Constitución Política de mi país no dice que la educación es
un derecho fundamental de los niños y que sus derechos prevalecen sobre los
derechos de los demás? ¿No fue el gobierno de mi país el que en 1989 firmó en
las Naciones Unidas un tratado vinculante denominado la «Convención de los Derechos del Niño» comprometiéndose a darles protección especial
por su condición de seres humanos que no han alcanzado su pleno desarrollo
físico y mental? ¿No son todos y cada uno de los derechos de la infancia
inalienables e irrenunciables, por lo que nadie puede vulnerarlos o
desconocerlos bajo ninguna circunstancia? Entonces, si esto es así, ¿por qué
diantre llevamos 36 días con el derecho a la educación truncado?
Pero no nos llamemos a engaño, porque a pesar que la enseñanza
en mi país fue interrumpida, los jóvenes e infantes asisten en el gran aula máxima
de la nación a una clase magistral sobre cómo los adultos responsables del gobierno
y de las organizaciones de maestros solucionan sus reclamos laborales y los males
del sistema educativo a través de protestas y bloqueos de vías, enfrentamientos
con la policía, vociferaciones y peroratas, declaraciones mediáticas, amenazas
de suspender la negociación, regateo, promesas que no se cumplen y otras
actitudes para presionar y ablandar a la contraparte en el fragor de una
disputa en la que sólo hay dos perdedores: el país y sus niños. Y como el
ejemplo se aprende, no se nos haga extraño ver a los niños de hoy, de adultos
mañana, solucionando sus conflictos sin considerar que la palabra y el diálogo son
las únicas opciones válidas de entendimiento.
Y mientras que todos parecen estar en el lugar equivocado:
los niños en sus casas, los maestros en la calle y el gobierno… el gobierno quién
sabe por dónde andará, recuerdo la frase del presidente John Fitzgerald
Kennedy: «Los niños son el recurso más importante del mundo y la mejor esperanza
para el futuro».
Nota: Me duele ver a los maestros de mi país en este
rifirrafe con el gobierno y a los niños de vacaciones obligadas. No es justo
para nadie, menos para ellos.
Armando Rodríguez Jaramillo.
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