Armando Rodríguez (Armenia - Quindío) - 31 de julio de 2007
Crónica corta que recuerda las tiendas de los años sesenta al norte de Armenia, en espacial la atendida por don Aristóbulo Arango y su esposa doña Berta, cabezas de la familia Arango Gallo en la capital quindiana
La celebración del día del tendero me trajo gratos recuerdos
que me llevaron a evocar las calles de mi niñez en los años sesenta con sus
tiendas de entonces: “La
Abundancia La Avenida” que funcionó donde hoy está Frisby frente
al Parque de los Fundadores; “Mi Tanguito”, la cafetería-bar atendida por don
Pacho en la esquina de la calle segunda con avenida Bolívar, lugar donde se
construyó el Centro Comercial Bolívar; y la tienda del “INA” en la empedrada
calle del barrio Las Palmas, expendio que gozaba de la familiar atención de don
Aristóbulo Arango y de su esposa doña Berta, tenderos que hacían honor al dicho
aquel “el que tenga tienda que la atienda”.
El negocio de don Aristóbulo funcionaba en una vieja
casa de bahareque, de una planta, en la esquina de la carrera diez y siete con
calle segunda de Armenia. Su mobiliario, vivo ejemplo de la tienda tradicional,
estaba compuesto por vitrinas con marcos de madera y gruesos vidrios que servían
de mostradores y separaban a los clientes de las estanterías del fondo. Sobre ellas
se ponían algunos escaparates de vidrio con delgados bordes metálicos y múltiples
compartimientos llenos de gomitas, turrones, moritas, dulces y muchas golosinas;
y a un lado grandes porrones con bolas de chicle multicolores y otras de coco
color amarillo.
Los brazos de reina, luisas, mantecadas, borrachos, cucas,
pandebonos, tostadas, pan y tantas otras ricuras que olvido, daban crédito al dicho:
“ahí perdona la parva pero es de tienda”. Contra la pared posterior, desde el piso
hasta el techo, habían viejas estanterías en madera con sus anaqueles
abarrotados de latas de sardinas y salchichas, tarros de galletas Saltinas y
Noel, chocolate Luker, sal, azúcar, pastas, arroz, fríjol, lentejas, aceite, latas
de manteca, papel higiénico, jabón Rey y Fab, tabacos y cigarrillos Pierrot, Piel
Roja y Nacional sin filtro. Era bajando mercancía de esas estanterías que el
tendero demostraba sus dotes de malabarista, ora trepado en una escalera, ora enganchando
con una puntilla, clavada en la punta de un palo, cuanto producto le pedían lanzándolo
al vacío, para luego sostener la vara con una mano y atrapar el producto con la
otra. Creo que de ahí viene la popular frase: “productos de bajar con vara”.
En una de las vitrinas se observaba, sobre el larguero de
madera interno del mostrador, a la altura de la cintura, tres muescas que
marcaban el largo de la vara, la yarda y el metro, usadas para medir cordeles y
cosas similares. Esa vitrina por lo general estaba reservada para la mercería y
el cacharro que a diario se necesitaba en casa: agujas, hilos, resortes, cáñamo,
botones, betunes, desodorantes, jabones, talcos, pita, nylon, anzuelos, peines,
espejos de bolsillo, cepillos de dientes, colmer, mejoral, curitas, merthiolate,
algodón, dioxogen, canicas, trompos, barajas y velas de parafina y cebo.
En una esquina, alumbradas por un bombillo de luz
amarilla que colgaba del techo, había refrescos en canastas de madera
reforzadas con zunchos. A lado una desvencijada nevera, Philips o tal vez Kelvinator,
donde se apiñaban gaseosas Lux, Postobón, Kolkana y nuestra entrañable Kola Regional,
la que quitaba la sed, mataba el guayabo y le daba un brillo especial a la
mirada. En el congelador, rodeados de una capa de hielo, estaban los helados de
palo con sabor casero.
Cerca al refrigerador había bultos de papa y racimos de
plátano, una caneca de petróleo con llave adaptada y algún bulto de carbón. Sin
olvidar el racimo de bananos que colgaba del dintel de la puerta esquinera, siempre
orbitado por una nube de mosquitos engolosinados con la deliciosa fruta.
En fin, son muchos los recuerdos perdidos en las brumas
del tiempo. Hoy la empedrada y estrecha calle segunda es una avenida y el
sector de las bombas lo cruza un puente enmarcado por universidades y un centro
comercial. Sin embargo, a pesar que las tiendas de hoy son diferentes, aún perdura
entre los tenderos el espíritu de personas como don Aristóbulo, con su mandil blanco,
y doña Berta, con su delantal de flores, atendiendo a sus clientes detrás el
mostrador.
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