Armando Rodríguez Jaramillo (Armenia - Quindío)
En realidad no me gusta ver cómo los centros comerciales se fueron
adueñando de nuestras ciudades desde que Unicentro llegó a Bogotá en 1976. Sus
habitantes, y todo aquel que viajara a la capital, iban en romería al centro de
marras que ofrecía variadas novedades, además de cierta sensación de seguridad
en su interior. Pronto vino una verdadera eclosión de estos establecimientos en
la capital del país, luego, en Cali y Medellín, después, en todas las ciudades
intermedias, lo que transformó los hábitos de compra y uso del tiempo libre.
En los años noventa Pereira fue la ciudad del Eje Cafetero que
mostró mayor auge en la construcción de centros comerciales. Miles de visitantes
provenientes de Caldas, Quindío y norte del Valle del Cauca iban de compras o por
esparcimiento a la capital risaraldense para regresar a sus ciudades cargados
de paquetes sin haber conocido más que almacenes, supermercados, cinemas,
restaurantes de comidas rápidas y zonas de juegos para niños. Se consolidaba así
la clásica sociedad de consumo que adquiere de todo sin mirar lo que necesita.
Posteriormente se construyeron estructuras de similar formato en Manizales
y Armenia, con las mismas grandes superficies, idénticos restaurantes encajados
en repetidos mall de comidas rápidas, iguales almacenes de cadena, gemelas
salas de cine, copiadas zonas de juegos y parecidos estacionamientos de vehículos.
Y es que es tanta la homogeneidad de los centros comerciales, que al entrar en
ellos uno olvida en que ciudad está.
Entonces muchos dejaron de ir a la Perla del Otún para quedarse en
sus nuevos espacios confinados gozando de un supuesto desarrollo que prometía nuevas
atracciones para la familia. Pero dejando de lado su contribución urbanística (que
no siempre es la más acertada cuando de estética se trata), la ampliación de
oferta comercial, la generación de empleo local y el pago de impuestos
municipales, considero que el aporte de los centros comerciales al desarrollo de
nuestras ciudades ha sido relativo, puesto que la mayoría de sus almacenes son
franquicias, las grandes superficies no venden productos de la región, los
restaurantes de comidas rápidas son de cadenas nacionales o internacionales y
los juegos para niños son concesiones. Todo indica que lo único propio está
representado en algunos modestos almacenes de empresarios de la región y los buhoneros
que se ubican en los andenes de la periferia para vender baratijas y bisuterías.
Es innegable que los centros comerciales cambiaron el referente de
ciudad a tal punto que es usual que se intente medir el desarrollo urbano por el
número de estos establecimientos. Pero su huella también quedó en nuestras
costumbres, pues muchos dejaron de disfrutar con la familia en parques, instalaciones
deportivas, centros de recreación, piscinas y paseos al aire libre por parajes rurales
para encerrarse en estas estructuras en las que no se percibe cuándo el día se
convierte en noche. Poco a poco, de forma absurda, dejamos de disfrutar del
paisaje, del sol y el viento, de los juegos a campo abierto, de nuestros ríos y
montañas, y de practicar deportes hasta que el sol acaramelara nuestra piel,
por trepar a los niños en maquinitas de juegos que engullen moneditas, transitar
por escaleras eléctricas, mirar vitrinas, ir a cine atiborrados de gaseosas y maíz
pira, y hacer cola para comprar un helado, una hamburguesa o una pizza y luego
esperar a que desocupen una mesa para comer de afán porque que hay otros que
esperan, con bandeja en mano, para lo mismo.
Algunos dijeron que los centros comerciales eran un nuevo
atractivo para los visitantes y turistas, olvidando que lo que ofrecíamos era
paisaje, cultura cafetera y experiencias, pues lo que tenemos es único mientras
que centros comerciales los hay por todas partes.
En fin, no sé cuántos compartan mis apreciaciones, pero reitero
que no me gusta el modelo de esparcimiento y recreación en espacios cerrados,
prefiero definitivamente el aire libre, el goce y disfrute del espectacular
paisaje que tiene la región cafetera.
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