«…
y se alejó caminando con
cabeza gacha por la calle 21 de Armenia intentando comprender aquel mundo
tan diferente al suyo.»
En días pasados encontré un artículo que escribí hace casi una década[1] donde narro algo que me sucedió siendo director de la Fundación para el Desarrollo del Quindío, entidad que funcionó en el primer piso del Banco Central Hipotecario, hoy edificio de la DIAN en pleno corazón de Armenia, cuando me crucé con alguien que militó en la guerrilla. Al releer lo sucedido hace 31 años, quise compartir de nuevo aquella vivencia.
«Un día cualquiera de 1993 me anunció la secretaria de la Fundación para el Desarrollo del Quindío la presencia de un hombre que quería hablar conmigo. Era una persona jovial, recién envejecida con sesenta y tantos encima, de manos grandes y callosas, de mirada melancólica como si algo le pesara. Aquel hombre, de aproximadamente 1,70 de estatura, vestía camisa blanca de mangas largas, pantalón caqui de dril, zapatos de trajín y un carriel cruzado al pecho.
Ingresó rengueando de su pierna izquierda lo que hacía más evidente su moderada obesidad. Sin dudarlo agradeció que lo recibiera pues por lo general, según él, no contaba con esa suerte. Fue franco en decir que no acostumbraba a pedir favores, pero que por estar en una ciudad extraña las circunstancias obligaban. Contó de su militancia en el M 19 y de su participación en los acuerdos de Corinto [1984] cuando firmaron el cese al fuego con el gobierno para negociar el fin del conflicto. Esa noche celebramos, dijo con acento paisa, con la ilusión de rehacer la vida y reencontrarnos con nuestras familias. Relató que también estuvo en Santo Domingo [1990] cuando entregaron las armas y retornaron a la vida civil creyendo en las promesas del gobierno que hablaban de trabajo y garantías políticas.
Luego Jesús María [nombre ficticio] hizo una pausa, como si necesitara tiempo para asimilar algo que no alcanzaba a comprender y que jamás llegaría a discernir, y prosiguió contando que las ayudas oficiales se quedaron en los otrora comandantes que se convirtieron en políticos y abandonaron la tropa a su suerte. Fue así como atiborrado de ideales frustrados y violencias sempiternas acumuladas a lo largo de la estéril lucha armada, viajó a Aguadas en del departamento de Caldas en busca de su mujer y sus hijos, sin imaginar que ellos habían hecho sus propias vidas en las que no había lugar para un hombre que partió a librar guerras ajenas.
Decepcionado al ver que los recién graduados de políticos lo desconocían, desencantado porque nunca le llegó lo prometido por el gobierno si dejaba las armas y entristecido por la familia que perdió sin darse cuenta, decidió retornar a Corinto donde aún le quedaban algunos compañeros de andanzas y donde tenía un pequeño rancho donde vivir y poner una tienda. Iba de paso para el Cauca y necesitaba ayuda para su viaje.
Como aquella realidad me impactó, hurgué en los bolsillos buscando algunos billetes para que al menos tuviera con qué comprar un tique en bus hasta Popayán. Un gracias, una despedida de manos y un que le vaya bien fue el final de aquel encuentro.
Media hora más tarde Jesús María regresó. Entra, se sienta, me mira y dice que está muy reconocido conmigo porque lo recibí, lo escuché y le ayudé sin saber quién era, y levantándose la camisa para mostrarme las señas que los combates dejaron en su cuerpo, comenta con desesperanza que cuando menciona su militancia en el M 19 la gente lo evita, lo rechaza.
Entonces, en señal de gratitud, aquel singular personaje expresó que quería dejarme un detalle. Con nostalgia me dijo que había decidido dejarme la “bareta” que siempre lo acompañó, pues ya no la necesitaba. Vaya enredo el que se me formó pues entendí que me iba dejar marihuana en la oficina. Pero no fue así, pues lo que sacó de su carriel fue una pistola italiana marca “Beretta” que puso sobre el escritorio. De inmediato yo me asusté, tartamudeé y le dije de mil formas que por favor guardara eso, que en mi vida no había cargado ni siquiera un corta uñas para defenderme y que eso para mí era un encarte enorme.
Al verme atortolado y casi
descompuesto, Jesús María me miró sorprendió y guardó con celo su artefacto. Se
volvió, se despidió y se alejó caminando con cabeza gacha por la calle 21 de
Armenia intentando comprender aquel mundo tan diferente al suyo».
Armando Rodríguez Jaramillo
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