Armando Rodríguez Jaramillo (Armenia - Quindío - Colombia)
10 de mayo de 2014
Hace un poco mas de un año la Alcaldía de Armenia anunciaba con bombos y platillos la reubicación en la pintoresca “Placita Cuyabra” de los vendedores ambulantes de
frutas y verduras diseminados por el centro de la ciudad, diciendo con
vehemencia que no permitiría ventas de estos producto en sitios diferentes y
que recuperaría el espacio público para los peatones.
Hoy el panorama es desolador: la tal “Placita Cuyabra” recuerda los cambuches
del terremoto y sus calles aledañas están invadidas con carretas y canastillas bajo sombrillas multicolores donde
se expenden perecederos cual galería ambulante.
Esta realidad me motiva a reproducir en Quindíopolis el artículo que el 23 de mayo de
2013 escribí para La Crónica del Quindío y que me valió el reclamo de un alto
funcionario de la administración municipal que rechazó mis planteamientos por
considerarlos impropios.
UNA RECETA REPETIDA
Uno de los temas de ciudad más complejos
de tratar es el derecho al uso y disfrute del espacio público o el derecho que
muchos invocan de uso e invasión del mismo. Dejando de lado lo normativo, es
claro que lo público es el espacio de todos y a su vez el espacio de nadie. El
espacio público es por antonomasia un bien colectivo, es decir, que nos
pertenece a todos. Pero si es un bien colectivo, ¿por qué es escenario de
conflictos?
La presión sobre el espacio público se
concentra en las zonas de mayor afluencia de personas (centros urbanos y vías
de gran circulación). Esto hace que muchos vean en estos sitios una oportunidad
para generar ingresos, y como en todo, mientras unos se rebuscan vendiendo
baratijas o cuidando carros, otros se aprovechan poniendo a los más fregados a ofrecer
sus mercancías. En fin, se venden y se compran toda clase de productos:
cacharro, ropa, chanclas, comida, revuelto, dulces, llamadas, discos piratas, cuerpos,
droga y cuanta cosa legal o ilegal uno se imagine.
En parte el problema radica en lo que
cada cual piensa de lo público. Para un ciudadano educado y con trabajo estable
el espacio público es un lugar para transitar, conversar o recrearse; para un
desempleado es el sitio donde se puede levantar algunos pesos; para ladronzuelos,
mendigos y prostitutas es donde sobreviven; y para un oportunista es el lugar del
que se apropia para su beneficio personal. En la ciudad de la anarquía cada uno
lo interpreta a su manera defendiéndolo a capa y espada sin consideración
alguna con los demás.
Entonces, en medio de este caos, en las
ciudades colombianas se ensaya una y otra vez lo que una y otra vez no ha dado resultado.
Las iniciativas son las mismas aquí y acullá, y los fracasos son iguales aquí y
en Cafarnaúm. La receta patentada inicia con un censo y caracterización de
vendedores informales, luego se anuncia una carnetización que nunca se hace, se
dice que el problema radica en que muchos son de otras ciudades, se denuncia la
existencia de cárteles o mafias del espacio público, se señala a los vendedores de productos
piratas y de contrabando, y se hacen operativos esporádicos de desalojo que
terminan en enfrentamientos entre policía y vendedores.
Y cuando las cosas empeoran, se le echa
la culpa a los ciudadanos diciendo que si no hubiera compradores no habría
vendedores informales con lo cual el problema se torna de responsabilidad de
todos y de nadie, se cita a los voceros de sindicatos o asociaciones de
vendedores a dialogar con la autoridades y se culmina con la solución
definitiva: el traslado de los informales a un centro comercial popular o a un
lote donde poco se vende. Todo esto pasa y vuelve a pasar hasta que llega un
nuevo gobierno al que se le ocurre la idea de un censo para caracterizar y
carnetizar a los vendedores informales.