Armando Rodríguez Jaramillo (11 de septiembre de 2009)
Perdido en
mis pensamientos, bajo el sol abrazador del medio día, caminaba por la carrera
12 con la calle 21 de Armenia fustigándome por problemas económicos, pues por más
que hacía cuentas en mi ábaco mental los ingresos no cubrían los compromisos y
cuentas por pagar que a diario se acumulaban.
¡Qué angustia
la que se siente al no poder cubrir las cuentas y honrar los compromisos! A veces dan ganas de decir: “paren el mundo
que me bajo aquí. Pero… ¡qué le vamos a hacer!”, exclamé mentalmente sin dejar
de preguntarme el por qué tendré que estar en estos enredos.
Crucé la
calle ensimismado en mis cavilaciones y por poco me atropella un auto, lo que a
decir verdad no me importó pues para el ánimo que traía lo mismo era que pasara
cualquier cosa.
Al ganar la
acera de enfrente me topé con dos personas mal trajeadas, sentadas en el suelo
sobre estopas, cuyas edades rondaban los 25 años. De forma ligera los juzgue de
atracadores, y además de viciosos, por lo que mi instinto de protección me
previno. Pero ya era tarde, estaba encima de ellos sin poder esquivarlos, así
que pase por su lado sin perderles de vista en aquella calle desolada.
No sé si me sentí
inseguro por ellos o por la soledad del medio día o por las dos cosas. Y es que
la soledad de mitad del día es efímera, pegajosa y acechante, tal vez porque
viene precedida del frenesí de las doce cuando la gente sale presurosa del
trabajo en busca del almuerzo o porque precede al frenesí de las dos cuando la
misma gente corre para su trabajo o por las dos cosas. Razón tenía un amigo de colegio,
un poco loco, un poco díscolo, que gustaba del cannabis, al disponer de la hora
del meridiano, a la que llamaba la hora boba, para comprar su dosis
aprovechando que en ese lapso de tiempo hasta los policías se adormecen.
Avancé apresurado,
atisbando por el rabillo del ojo a los personajes de marras sentados en la
acera. Unos metros más adelante, al pasar por un lote esquinero sin construir, había
alguien con aspecto de indigente que acusaba una vejez mayor a su edad y que estaba
agachado contra un muro.
De repente escuché
su voz suplicante que imploraba ayuda. Mi primera reacción fue fingir no haberlo
oído para no involucrarme, actitud facilista que le mayoría asumimos para evitar
meternos en los problemas de otros, como si no fuéramos los demás de los demás.
Pero más pesó la voz de la consciencia que la indiferencia y terminé dirigiéndome
hacia aquel hombrecillo enjuto, no sin antes dar media vuelta para mirar a los dos
sospechosos pues algo me decía que de adentrarme al lote para ayudar al anciano
caería en una trampa.
Con expectativa
recorrí los diez o doce metros que me separaban del viejo. Al aproximarme vi que
estaba en cuclillas recostado contra el muro, a su izquierda había una
desvencijada muleta en el piso y a la derecha, a pocos centímetros, una desagradable
mierda humana. Entonces supe que aquel hombre estaba en esa posición porque
acababa de cagar. El cuadro era sobrecogedor, evidentemente no era capaz de
pararse por sus propios medios y debía padecer de algún grado de invalidez por
la muleta que tenía.
Él, al verme
llegar, habló entrecortadamente en medio de una gran agitación:
‒Ayu… Ayúdeme
a parar, por favor ‒decía mientras temblaba de su brazo izquierdo, temblor que
se amplificaba por sus piernas encogidas.
Como el
sujeto era tullido de una de sus piernas y no era capaz de apoyarse en la
muleta, lo así del antebrazo derecho para pararlo, pero pese a su liviano peso,
no fue posible levantar aquella persona que en medio de su confusión no se
ayudaba para nada.
Su brazo era
frágil, sin masa muscular, daba la sensación que si lo cogía con fuerza le podía
dislocar el hombro, situación que se volvía dramática ante las expresiones de
dolor que hacía cuando lo trataba de alzar. Era indudable que sus piernas no le
servían de apoyo. A esta situación se sumaba que el pantalón lo tenía a las
rodillas luego de haber defecado, así que decidí primero que todo retirarlo del
muro para que no fuera a caer sobre su propia caca.
Traté de aguantarlo
por sus brazos pero se me deslizaban las manos en su piel sudorosa y grasienta.
En ese momento hizo repulsa con la mano izquierda y dijo en forma jadeante:
‒La muleta,
la muleta, ‒intentando echarle mano al artefacto de apoyo tirado sobre el polvoriento
suelo.
En medio de
semejante realidad, encartado con una chaqueta que traía y que me tercié al hombro
con el fin de liberar las manos, el anciano le hizo señas a otra persona que
pasaba por el andén. Aliviado por la ayuda que se aproximaba, levanté la mirada
y… ¡vaya sorpresa!, era uno de los dos jóvenes con pintas de atracadores y
viciosos con los que me había topado minutos antes. Pronto pensé que todo era
una patraña para robarme y me sentí acorralado sin saber si soltar al viejo
para asumir una posición defensiva o esperar. Miré para verificar si el segundo
sujeto también se acercaba al lugar, pero no lo divisé. Definitivamente me
sentía en desventaja.
El fulano puso
su estopa a un lado y preguntó que pasaba, y yo le respondí en forma seca:
‒Aquí
tratando de ayudar al viejo, pues se agachó a cagar y no se ha podido parar.
Sin vacilar
lo tomó del brazo y entre los dos lo sostuvimos, él del lado derecho, yo del
izquierdo. Era indudable, por la mayor fuerza de su zurda y por la callosidad en
la palma de su mano, que por ese costado se apoyaba. Entonces tomé la muleta y
la acomodé para que su sobaco descansara en lo que alguna vez fuera la parte
abollonada y para que su mano tomara el travesaño. Habiendo ganado un punto de
apoyo, el joven le subió los pantalones hasta la cintura en medio de la vergüenza
evidente de aquel impedido anciano por su semidesnudez y por el deseo de retirarse
del muro donde estaba su excremento.
‒No me dejen
caer. Con cuidado por favor. ¡No, no me suelten!, ‒decía mientras que su
temblorosa mano no atinaba a mantener fija la muleta que una y otra vez se desacomodaba
de la axila.
Cada vez que
avanzaba dos o tres pasitos, trataba infructuosamente de poner la muleta en su
lugar mientras lo asistíamos. De pronto se sacudió un poco y tensó su raída correa
para evitar que se le cayeran los pantalones. Esto tuvo su efecto inmediato y
se sintió más seguro para concentrándose en dedicar sus menguadas energías a
sostenerse en pie.
En ese
momento me di cuenta que en medio de su pobreza y extremas limitaciones físicas
el tullido conservaba su dignidad. Creo que debió pensarlo muchas veces antes
de atreverse a solicitar ayuda. Comprendí que tenía un profundo bochorno y turbación al pedirle a dos extraños que lo ayudaran
a pararse luego de haber cagado en medio de su desagradable aspecto por la suciedad
en que se encontraba. Entendí que sentía apocamiento, y no era para menos, de
verse con los pantalones a la rodilla sin poderse levantar. También me impactó
el hecho de que a pesar de su incapacidad física, quería caminar por sus
propios medios. ¡Valla dignidad la de aquel abuelo!
Entonces el zutano
que supuse atracador y vicioso rompió el silencio de la hora boba, esa en la
que todo puede pasar, y dijo:
‒Oiga viejo,
usted debería ir a la alcaldía a pedir que le regalen una silla de ruedas, así le
sería mucho más fácil ir de un sitio a otro.
Ante esta inesperada
propuesta yo reflexioné y dije:
‒Sabe que
tiene toda la razón ‒y dirigiéndome al viejo, expresé.
‒Debería hacerle
caso, de pronto está de buenas y le dan la sillita de ruedas.
El anciano no
puso atención, creo que ni nos oyó hablar, pues su preocupación era salir del
lote y llegar al andén. Inusitadamente se recuperó en cuestión de segundos,
controló el temblor de sus manos, apoyó la pierna derecha en el suelo y empezó respirar
con menor agitación y sobresalto. Ya en la acera quiso independizarse de sus
improvisados lazarillos y pidió que lo soltáramos dándonos las gracias sin
mirarnos. Tembloroso se alejó como queriendo pasar la hoja de lo vivido, no porque
fuera desagradecido, sino porque tenía dignidad y sentía vergüenza, esa dignidad
que le impidió mirarnos a la cara para despedirse, esa vergüenza que le hizo alejarse
en silencio con la cabeza gacha.
Yo lo miré
por unos segundos en estado de aturdimiento, luego vi que el joven que tildé de
ladrón recogía su estopa y tomaba su rumbo. Ninguno se despidió, ni siquiera
nos miramos ni cruzamos palabra alguna. Creo que nadie pensó en el otro, solo
pasó lo que pasó, nada más.
Me alejé cavilando
en lo sucedido mientras sentía el sudor y la grasa de la piel del viejo en mis
manos. Me preguntaba cómo sería su próxima defecada, quién lo ayudaría, donde
pasaría la noche. “¡Qué triste existencia la de algunos!”, me dije. Y yo, que
venía renegando por mis dificultades económicas, no valoraba que tenía trabajo,
una casa a donde llegar y una familia que me esperaba; yo, que por pensar en lo
que me hacía falta, no disfrutaba de los tesoros que tenía; yo, que lamentaba
mi suerte sin mirar las miserias de muchos. ¡Qué injusto el sistema de
protección social del Estado y el abandono a que están sometidos los viejos por
nuestra sociedad!
Pero también comprendí
que había obrado equivocadamente al suponer de atracadores y viciosos a los jóvenes
sentados en el andén, sin llegar a imaginarme que unos minutos después, uno de
ellos, de forma desinteresada, no dudaría en socorrer al anciano haciendo
equipo conmigo, un desconocido para él. Nunca sabré quién era ni qué era, pero
los que sí aprendí es que no debí juzgarlo como lo hice, pues por encima de
cualquier cosa, tenía un corazón solidario para ayudar al prójimo.
Quizá el
camino del anciano tullido, el del joven de mala apariencia y el mío no se
vuelvan a cruzar; pero aquel encuentro fugaz e inesperado representó para mi
una lección de vida que jamás, jamás, olvidaré.