Armando Rodríguez Jaramillo
Armenia (Quindío-Colombia) 26 de septiembre de 2013
Por estos días se conmemoran cincuenta años de la entrega de las
guerrillas liberales de los Llanos Orientales al mando del legendario Guadalupe
Salcedo. Para la historia quedaron las fotografías de las largas filas de
guerrilleros que se reintegraron a la vida campesina, pues eso eran estos
hombres que azuzados por las confrontaciones y los odios de políticos liberales
y conservadores se vieron impelidos a dejar los azadones para empuñar las armas
terminando enfrascados en una lucha que se volvió fratricida.
Algunos de los octogenarios guerrilleros sobrevivientes en la
celebración de la entrega de armas en Monterrey, Casanare, hicieron alusión a
las cicatrices que el tiempo no ha cerrado. Con tristeza recuerdan la época en
la que la violencia partidista los obligó a dejar las parcelas en sus años de
juventud para involucrarse en una guerra originada en disputas políticas, una
guerra con problemas que no eran los suyos y en la que se enredaron sus vidas y
las de miles de colombianos.
La intransigencia de los discursos políticos, los epítetos ofensivos y
las agresiones verbales fueron el pan de cada día para un pueblo que aprendió
de sus dirigentes a enfrentar sus desavenencias con fanatismo y crueldad. Es obvio que muchos fueron los factores que originaron
esta maldita violencia, pero también es irrefutable que la polarización entre
godos y cachiporros la estimuló cercenando las posibilidades de participación
democrática de los que pensaban diferente y engendrando una virulenta agresividad
que aún no termina y que tiene la capacidad de reproducirse ya sea como
guerrilla, narcotráfico, paramilitarismo, bacrim, milicias y no sé cuántos
otras facciones y denominaciones.
Esta responsabilidad histórica de los que con sus discursos cáusticos se
hacen llamar políticos debería hacer parte de un acto de contrición, un mea culpa. Es hora de hacer un gran
proceso de paz y reconciliación entre los partidos y las organizaciones políticas
al unísono del esfuerzo que se hace en La Habana para llegar a un acuerdo con
las Farc, pues en últimas se persigue el mismo fin: que nos entendamos en el
libre e incluyente juego de la democracia, que aprendamos a convivir.
Hoy persiste en números dirigentes políticos un lenguaje cargado de intemperancias
y agresividad que nos dice que no aprendimos la lección. Lo más grave es que un
alto porcentaje de ellos han sido presidentes, gobernadores, alcaldes,
ministros y congresistas, en síntesis, han dirigido el Estado y han sido el ejemplo
de los colombianos.
¿De qué valdría firmar la paz con los alzados en armas si las
contiendas políticas se parecen a las barras bravas de los equipos de
fútbol? A los partidos políticos ni se
les ha pasado por la cabeza ofrecerle perdón a los colombianos por la violencia
que sus posturas han generado, y lo que es peor, sus máximos representantes
siguen enfrentados de forma visceral por cuanto medio tienen a su alcance. Un
enfrentamiento entre gobernantes y políticos es lo mismo que una pelea callejera,
pues se sacan a relucir, y de qué forma, los malos pasos que cada uno haya
dado, se tratan de traicioneros, de paracos, de tener nexos con la mafia, de
corrupción, de tráfico de influencias, citan testigo falsos, se hacen chuzadas,
se lanzan calumnias y hasta se dicen palabras soeces sin ningún recato en medio
de un gran estadio llamado Colombia que de forma expectante mira quién asestará
el mejor golpe con el mayor agravio. En fin, con su ejemplo y constancia
construyeron un país pendenciero.
Fruto de esta virulencia fue el asesinato de Gaitán, la violencia
partidista hasta los años sesenta, el Frente Nacional, la fallida elección de
Rojas Pinilla, la creación del M19, los asesinatos de Luis Carlos Galán,
Bernardo Jaramillo, Jaime Pardo Leal, Carlos Pizarro y Álvaro Gómez, el
exterminio de la UP y miles y miles de muertes y desplazamientos. La historia
de los enfrentamientos originados en la política está escrita con sangre de
compatriotas y no aprendimos la lección.
Como soñar en el peor de los casos solo cuesta la pérdida de la ilusión
del que lo hizo, qué bueno sería un proceso de paz entre partidos políticos a
ver si al menos los colombianos comunes y corrientes, que somos la mayoría,
tenemos la oportunidad de una verdadera reconciliación nacional con una
democracia incluyente.